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La Disculpa de Sara Calloway

 Sara Calloway murió el cinco de enero del año dos mil ochenta y siete, entre remordimientos y penas. Tenía ochenta y cuatro años cuando abrió por última vez los ojos de aquel cuerpo repleto de arrugas, ojeras y marcas de una vida cargada de dificultades. El día de su fallecimiento, sus cuatro hijos lloraron desconsolados su muerte frente a la cama del hospital, pensando más en los momentos que no tuvieron junto a su madre que en los pocos recuerdos felices que disfrutaron a su lado. «Que dura ha sido la vida», repetía Margarita, la cuarta de ellos, apesadumbrada. Estaba empapada en sudor y las lágrimas no se distinguían de los goterones que emanaban de su frente. Aquellas palabras cargaban mucho dolor, pero también desesperación y rabia. En un último intento, trataba de hacérselas llegar a su madre, rindiéndose ante el reloj, el cual mantuvo su orgullo tan alto que le impidió sincerarse alguna vez sobre la crudeza de su vida. Cuando minutos más tarde se llevaron a su madre y sus herma
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La Mentalidad Intoxicada

 No me hables. Te suplico que por segunda vez no resucites. Ya estoy cansado de tus palabras y de tus ilusiones. Son todo imaginaciones. Quizás algún día de tanto repetirlo me convierta en aquello que siempre quisistes: en un ser envuelto en una catástrofe constante, preso de sus propios desvaríos condicionantes. Quizás yo mismo me crea la persona que me vendes. Puede ser que sucumba en tu martilleo verbal constante. No lo sé. Pero espero que nunca pase. Rezo por continuar sin tu amargura desquiciante. Llama en otro momento, cuando la razón te reviva con fundamento. Hasta entonces, sigue en tu silencio. "¡Te amo!", grito. Él me contesta que mi corazón está confundido: "ella no lo corresponde, ella es sólo un delirio. Sus palabras mentiras y sus acciones sin motivo". Regresa cuando de verdad veas. Regresa cuando tu naturaleza cambie y se sustituya por una más bella. Por una en la pienses que ella me quiera y tu convicción en ello sea plena. No me hables.

La Comunidad de la Música

 Ahí estaba otra vez. Rosa había vuelto y, de entre el murmullo de decenas de instrumentos que se oían a través del patio interior, el violín había adquirido todo el protagonismo. Hugo la oía desde el piso de abajo. La facilidad que tenía para transmitir al acariciar las cuerdas con la vara lo mantenía atónito. Su control era absoluto. No había imperfecciones. Desde el techo, resonaba una melodía llena de pasión, con partes más calmas que hacían temer el final de la música, y otras repletas de vida, las cuales hacían que el pulso se acelerara y una alegría desmesurada se hiciera con el alma. Todo vibraba. Especialmente, el corazón de Hugo. Y, tal era su excitación interior que comenzó a tocar. Dio un salto desde el sillón y se sentó frente al piano. Sus dedos bailaron solos. Al principio, piano y violín estaban completamente desconectados el uno del otro. Pero la atención de Rosa no tardó en ser atraída por el sonido de las cuerdas del piano que, por unos segundos, sonó en solitario. S

¡Nuevo Blog!: La Bitácora del Científico

 ¡Bienvenidos a BookToLand! En esta ocasión, presentamos otro blog de publicación semanal, en el que se contará la historia de Ulysses Strauss: un científico que trabaja para el Estado, investigando armas biológicas, que usa las bacterias para defenderse de todo cuanto se interponga entre la ciencia y él. Una vida que roza la pasión por la vida y el caos absoluto, lo mantendrá alerta en todo momento y condicionará, tanto para bien como para mal, la manera que tenga de relacionarse con lo que le rodea. Link del Blog:  https://labitacoradelcientifico.blogspot.com/

Guiones de una Conversación Anunciada

  ―Te lo dije, y no me hicistes caso. "Para", te repetí una y otra vez... Deja de discutir, no pienses tanto, olvídate de lo que pasó ―¿Cómo me iba a olvidar de lo que pasó? ―¡Olvidándote, idiota! ¿Acaso no es eso lo que se merecen los buenos momentos? ¿El olvido? ¿Acaso no es de eso de lo que se trata la vida? ¿De compensar las amarguras con las risas? ―No podía pensar. Estaba histérico. No soy como tú, ¿sabes? Ojalá pudiera ser tan frío y calculador ―Pues claro que soy frío y calculador ¡Soy tu sentido común! Si no fuera lo único de ti que tiene un poco de cordura en tus momentos de ira, estarías perdido en la vida... O, peor aún: muerto. ―Muerto dice... Te crees demasiado importante... ―Cálmate un segundo y piensa, Arturo. ¿Realmente valía la pena perderla? Sí, se enfadó por lo que dijiste, y sí, tu te enfadaste por lo que creíste entender que dijo. Discutisteis. Es normal. Pero acuerdate de cómo estabais diez minutos antes de que os pelearais. ―Nos reíamos por un vídeo qu

El Profesor Maximiliano

 Maximiliano había sido un profesor ejemplar. Cuando comenzó su carrera como educador, treinta años atrás, se había caracterizado por su atención y paciencia. Oía los problemas de sus alumnos, los consejos de sus compañeros más experimentados y, en la reunión semanal de docentes, la charla del director del instituto sin generar conflictos. No todo lo que se decía le parecía bien, pero eso nunca le había supuesto un problema para hacer sentir a los demás escuchados. Durante años, las quejas de los alumnos se repitieron promoción por promoción. La mayoría exigía mayores calificaciones, pero el compromiso y el esfuerzo nunca fueron acordes a sus exigencias. Sus compañeros de trabajo parecían estar muy quemados del sistema educativo: gritaban al hablar del nefasto progreso de los estudiantes y, abatidos, se decantaban por utilizar métodos incoherentes. La institución era un caos. La mañana de su cincuenta y siete cumpleños, sin embargo, algo cambió dentro de él. Su rechazo al caos no fue e

El Recuerdo de los Murciélagos

El sol hacía tiempo que se había marchado, tras los edificios que acompañaban al río en su recorrido. La luna brillaba entonces con una intensidad hermosa. Tal y como les gustaba filmar a los productores cinematográficos. Cornelio Firrone, otro enamorado de las noches, estaba sentado en un lateral del caudal, con las piernas colgando sobre el agua, viendo a los murciélagos volar. Iban de un lado para otro, camuflados en la negrura de aquellas horas, cuando nadie los distinguía con facilidad y podían llevar una vida tranquila.  De repente, una mujer se sentó junto a él. Llevaba un chaquetón negro y una botella de agua en una mano. Se abrochó el abrigo hasta arriba, y como si se conocieran de toda la vida, dijo: ー¿Sabes lo que me gusta de esos animales? ーcomentó, sin apartar la vista de sus piruetas  Cornelio la miró extrañado, y devolvió sus ojos a la búsqueda del batir de las alas. ーSon de los pocos seres que disfrutan de la noche tanto como nosotros del día... A veces desearía ser com

Ratón Ciento Cinco

El laboratorio estaba a oscuras. A las doce de la noche, casi todos los investigadores se habían marchado, y apenas quedaban unos pocos haciendo horas extra en el edificio. "Menos mal", pensó Valeriano Silva. No le gustaba trabajar con gente. Prefería disfrutar en soledad de la ciencia. Aunque, por los integrantes de su departamento no tenía por qué preocuparse. En el área de Biología Molecular ーél lo sabía de sobra ー, todos se esforzaban cada día por macharse más temprano que el día anterior. No por que fueran más gandules ni menos responsables que otros, si no porque ninguno quería estar sobreexpuesto a una de las bacterias más mortíferas del planeta:  Acinetobacter baumannii . Él era el único que destinaba más tiempo del remunerado entre tubos de ensayo y probetas esterilizadas. Después de convertirse en uno de los departamentos más reputados de toda la empresa, no siempre les llegaban proyectos seguros y bonitos. Ahora, cualquier día podían pasar de disfrutar del vuelo de

La Raza de Oro

 De la tierra brotó un hombre. Aparecían cada cierto tiempo alrededor de la aldea, repleta de cabañas de bambú. Nadie había visto las semillas de la creación. Tampoco les importaba. Le llamaron Zeus. Entre el gentío que se reunió, curioso al verlo llegar de entre la vegetación, alguien mencionó el nombre. Nadie lo había escuchado antes. Tampoco les importaba de dónde había surgido. Festejaron durante el día y la noche. Bailaron al son de las palmas en el centro de la aldea,  reservado para los eventos sociales, y bebieron la bebida sagrada que les dejaban los dioses en el único pozo que había. El cuerpo no les pedía descanso. Sólo cuando cantaron todas las canciones y completaron todos los pasos de baile, se fueron a dormir. No por necesidad ni aburrimiento. Era como un acto reflejo. Nadie se había detenido a pensar mucho en ello. Tampoco les importaba. Eran felices. Aunque ni siquiera se molestaban en reparar en las razones de su felicidad. Era algo intrínseco a su naturaleza.  Cuando

Días Grises

El sol se ocultó. Despareció del horizonte demasiado pronto. Se esfumó sin solemnes despedidas, sin avisar al menos antes de su adiós. No tenía reloj que me diera la hora certero. Tampoco me avisaron de que fuera necesario tenerlo. Lo comprobé aquel día, cuando en la oscuridad lloré sin querelo. Entendí la necesidad de disfrutar los fugaces instantes de calor, antes que las manecillas nos lo arrebatasen sin compasión. Hacía frío. También llovía y, entre las gotas, el llanto se camuflaba en su camino al piso, como un hilo fino. Ni siquiera la tierra reconoció mi quejido. Eso fue lo que más me dolió. Pues siempre supuse que bajo mis pies se distinguiría que estaba roto. Pero no. Jamás ocurrió. Jamás sucedió que me rescataran del duelo. Jamás viví esa salvación. Quería gritarlo, también mostrarlo. Pero, ¿merecía la pena intentarlo? Al final, comprendí que era mejor no hacerlo. Entendí que cada uno tenía su momento. Comprendí que cada uno vivía su amanecer y su anochecer, y nadie iba a det