La mañana había comenzado seca y sin apenas viento. Las luces de las farolas todavía estaban en funcionamiento a las siete y, contra su voluntad, algunos vecinos salían de sus casas a trabajar. Como todos los días, ante las náuseas matutinas, cogí un cigarrillo de mi pitillera y me asomé a la ventana, en busca de alguna cara familiar. Los Rodríguez, los vecinos de enfrente, solían comenzar la mañana con una fuerte discusión que, o bien terminaba con alguno de los dos marchándose a casa de sus padres para luego volver a la noche arrepentido, o solucionándola con un triste beso sin razón de ser. Cuando la señora Rodríguez se marchó, siempre después de su marido (solo ella sabría por qué), apareció Adolfito al final de la calle con su mochila de vagabundo a las espaldas. Iba de basura en basura en busca de algo que le pudiera ser útil en su vida callejera. Con el paso de los años se le había llenado el pelo de canas y la piel curtido por el sol. — ¿Qué tal se encu
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