Ir al contenido principal

La Atlántida #1


    Los pájaros no dejaban de cantar posados sobre el tejado del edificio en el que Arturo Márquez, en otra de sus misiones quijotescas, trataba de escapar de su presidio. La Orden Blanca lo había capturado en mitad del desierto del Sahara, a más de cuarenta grados centígrados y con un camello como único transporte. Su objetivo era buscar restos arqueológicos que confirmaran la existencia de la Atlántida, bajo las enormes dunas africanas. Sin embargo, eso ponía entre las cuerdas a la asociación milenaria, encargada de preservar la incógnita sobre la localización de la ciudad perdida.

ーSólo dios debe de saber dónde se halla la polis del progreso ーhabía concluido Al Frahim, líder de la Orden Blanca, seguido de sus guardaespaldas vestidos con trajes blancos, cuando, con una sonrisa cargada de malicia, se había despedido de Márquez. 

Lo había dejado sólo, en un pequeño apartamento del Aaiún, atado a una silla en el centro de un típico salón musulmán, con grandes ventanales y una ventilación refrescante. Había un silencio sobrecogedor.  A cada intento por moverse, el eco que se producía le hacía pensar que lo podrían estar escuchando. No sabía si la intención de Al Frahim era dejarlo allí hasta que se muriera de hambre o, por el contrario, regresar cuando estuviera al borde de la muerte para interrogarlo. En cualquiera de los dos casos, debía de escapar. No podía permitirse morir de esa manera tan estúpida.

De pronto, le llegaron unos sonidos procedentes del pasillo. Se oyó un breve quejido y, a continuación, un golpe contra el pomo que guardaba el acceso al apartamento.

« Ha llegado la caballería », se dijo aliviado.

De la puerta surgió la cabeza del Inspector, con una sonrisa de oreja a oreja y un gorro de explorador cargado de polvo.

ーPensé que estos desaliñados ya te habrían matado ーañadió con un tono despreocupado ー. Pero mírate ahí, tan jodido como siempre...

ーYo también me alegro de verte ーcomentó Márquez  ーAl Frahim me capturó en mitad de la misión. Estaba en el desierto, excavando en el lugar que nos habían revelado, cuando apareció con sus hombres.

ーNo te preocupes de eso ー lo tranquilizó ーYa hemos encontrado La Atlántida

ー¿Cómo? ¿Ya han hecho las excavaciones?

ーEso ya no va a hacer falta, muchacho ーconcluyó ーEstá en Canarias.

ー¿Las islas del atlántico?

ーEsas mismas. Hemos vuelto a estudiar las coordenadas que nos dio aquel tipo extraño, y estábamos confundidos

ーPero... Eso no tiene sentido... ¿Por qué me capturó  La Orden Blanca entonces?

ーPara distraernos ーafirmó ーCreían que continuaríamos insistiendo en el Sahara al detenerte. Aunque, por suerte, teníamos agentes en las islas también, y hemos actuado rápido.

Cuando el Inspector desató a Márquez, se marcharon del apartamento con rumbo al aeropuerto de El Aaiún. Desde allí, tomaron un vuelo a Gran Canaria, la capital de la provincia oriental del archipiélago. Márquez nunca había pisado suelo canario, pero siempre había tenido curiosidad por saber cómo sería el paisaje de esas islas de las que no había oído ni un sólo comentario negativo. Todo el que iba, salía deseando regresar. Después de unos minutos del despegue, llegaron a su destino tras un giro cerrado que les había permitido contemplar la belleza de las costas grancanarias. En menos de media hora, ya estaban montados en un vehículo oficial que se dirigía a la zona montañosa de la ínsula, donde unos agentes de la ANE (Agencia Nacional de Espías) habían comunicado haber visto restos arqueológicos atlantes.

ー¡Bienvenido, señor! ーles había recibido un chico, de aspecto cansado y complaciente, mientras abría la puerta del Inspector. Parecía no haber dormido durante días, aunque si había sido el descubridor de la Atlántida no era para menos, pensó Arturo. A su espalda, se erguía una piedra inmensa, tan grande que las nubes quedaban varios kilómetros por debajo de ella, y cuya presencia en el corazón de la región venía acompañada de otras formaciones rocosas de la misma envergadura ー. Están ustedes en el Roque Bentayga.

ーBuenas tardes, agente Martins ーcontestó el Inspector animado ー¿Qué habéis encontrado por aquí?
Augusto Martins, les acompañó hasta una zona que se hallaba detrás del roque. Desde allí, pudieron ver diez metros más abajo cómo un grupo de arqueólogos excavaba en la tierra, dentro de un cerco que habían delimitado con unas cuerdas. Uno de ellos se encontraba quitándole el polvo a un cartel escrito en la lengua de los antiguos pobladores del norte de África, el bereber, que llamó la atención de Márquez.

ー¿Qué es eso? ーpreguntó
ーLa Atlántida
ー¿Perdón? ーvolvió a decir desconcertado
ーEs la entrada a la Atlántida




¡¡Si quieres continuar leyendo la trilogía La Atlántida pincha aquí!!

Comentarios

Entradas populares de este blog

La Disculpa de Sara Calloway

 Sara Calloway murió el cinco de enero del año dos mil ochenta y siete, entre remordimientos y penas. Tenía ochenta y cuatro años cuando abrió por última vez los ojos de aquel cuerpo repleto de arrugas, ojeras y marcas de una vida cargada de dificultades. El día de su fallecimiento, sus cuatro hijos lloraron desconsolados su muerte frente a la cama del hospital, pensando más en los momentos que no tuvieron junto a su madre que en los pocos recuerdos felices que disfrutaron a su lado. «Que dura ha sido la vida», repetía Margarita, la cuarta de ellos, apesadumbrada. Estaba empapada en sudor y las lágrimas no se distinguían de los goterones que emanaban de su frente. Aquellas palabras cargaban mucho dolor, pero también desesperación y rabia. En un último intento, trataba de hacérselas llegar a su madre, rindiéndose ante el reloj, el cual mantuvo su orgullo tan alto que le impidió sincerarse alguna vez sobre la crudeza de su vida. Cuando minutos más tarde se llevaron a su madre y sus herma

La Comunidad de la Música

 Ahí estaba otra vez. Rosa había vuelto y, de entre el murmullo de decenas de instrumentos que se oían a través del patio interior, el violín había adquirido todo el protagonismo. Hugo la oía desde el piso de abajo. La facilidad que tenía para transmitir al acariciar las cuerdas con la vara lo mantenía atónito. Su control era absoluto. No había imperfecciones. Desde el techo, resonaba una melodía llena de pasión, con partes más calmas que hacían temer el final de la música, y otras repletas de vida, las cuales hacían que el pulso se acelerara y una alegría desmesurada se hiciera con el alma. Todo vibraba. Especialmente, el corazón de Hugo. Y, tal era su excitación interior que comenzó a tocar. Dio un salto desde el sillón y se sentó frente al piano. Sus dedos bailaron solos. Al principio, piano y violín estaban completamente desconectados el uno del otro. Pero la atención de Rosa no tardó en ser atraída por el sonido de las cuerdas del piano que, por unos segundos, sonó en solitario. S

La belleza que permanece...

 Moses estaba sentado en la sala de espera del hospital. Los sillones de cuero rojo y las dos neveras que ocupaban el lugar estaban iluminados, exclusivamente, por las luces frías del techo. A través de las ventanas reinaba la oscuridad. El cielo se veía tan negro como Moses pensaba en ese momento su futuro. Nunca se había planteado un mañana sin su abuela. A decir verdad, ni siquiera se había imaginado viviendo durante demasiado tiempo alejado de ella. Una lágrima le corrió por la mejilla.  «Deja de pensar», se reprendió mientras sentía cómo su corazón se desmigajaba.  Entonces, una enfermera con cara de haber trabajado más horas de las que debería, se acercó a él. Se sentó a su lado y se quitó la cofia.  — ¿Sabes una cosa? -añadió con la determinación de quien había vivido la misma catástrofe mil veces y, pese a todo, aún le quedaba la ternura del alma  — Cada semana veo a gente morir. Algunas, soy testigo del final de la vida cada día. Pero, desde hace unos años, no pienso en toda l

La Raza de Oro

 De la tierra brotó un hombre. Aparecían cada cierto tiempo alrededor de la aldea, repleta de cabañas de bambú. Nadie había visto las semillas de la creación. Tampoco les importaba. Le llamaron Zeus. Entre el gentío que se reunió, curioso al verlo llegar de entre la vegetación, alguien mencionó el nombre. Nadie lo había escuchado antes. Tampoco les importaba de dónde había surgido. Festejaron durante el día y la noche. Bailaron al son de las palmas en el centro de la aldea,  reservado para los eventos sociales, y bebieron la bebida sagrada que les dejaban los dioses en el único pozo que había. El cuerpo no les pedía descanso. Sólo cuando cantaron todas las canciones y completaron todos los pasos de baile, se fueron a dormir. No por necesidad ni aburrimiento. Era como un acto reflejo. Nadie se había detenido a pensar mucho en ello. Tampoco les importaba. Eran felices. Aunque ni siquiera se molestaban en reparar en las razones de su felicidad. Era algo intrínseco a su naturaleza.  Cuando