Ir al contenido principal

El Recuerdo de los Murciélagos

El sol hacía tiempo que se había marchado, tras los edificios que acompañaban al río en su recorrido. La luna brillaba entonces con una intensidad hermosa. Tal y como les gustaba filmar a los productores cinematográficos. Cornelio Firrone, otro enamorado de las noches, estaba sentado en un lateral del caudal, con las piernas colgando sobre el agua, viendo a los murciélagos volar. Iban de un lado para otro, camuflados en la negrura de aquellas horas, cuando nadie los distinguía con facilidad y podían llevar una vida tranquila. 

De repente, una mujer se sentó junto a él. Llevaba un chaquetón negro y una botella de agua en una mano. Se abrochó el abrigo hasta arriba, y como si se conocieran de toda la vida, dijo:

ー¿Sabes lo que me gusta de esos animales? ーcomentó, sin apartar la vista de sus piruetas 

Cornelio la miró extrañado, y devolvió sus ojos a la búsqueda del batir de las alas.

ーSon de los pocos seres que disfrutan de la noche tanto como nosotros del día... A veces desearía ser como ellos... ーcontinuó con un tono de tristeza en su voz ー. Siempre me he preguntado si soñarán y se recordarán con dificultad por la noche...

ーEs una buena pregunta... ーrespondió Cornelio, ahora observando los ojos llorosos de la desconocida ー. ¿Cómo te llamas?

ーLeticia ーreveló.

ーYo soy Cornelio ーse presentó ー. ¿Por qué piensas en eso?

Leticia rió, como si hubiera sido descubierto un secreto que quisiera que alguien encontrara.

ー¿Es un poco triste recordar mal, no crees?

ーNunca lo había pensado.

ーSeguramente, esos murciélagos habrán vivido momentos muy bonitos en sus vidas... Supongo que, aunque no les guste el sol, les gustaría poder tener recuerdos más lúcidos, ¿no? Una mente llena de oscuridad... No sé... No creo que les deba de gustar.

ーComo ser humano, me parecería la peor de las condenas ーreflexionó Cornelio

ーSí... Exacto... Yo también lo pienso... Estoy convencida de ello, además. ーella lo miró por primera vez, como si estuviera estudiando cada detalle de su cara, y preguntó ー¿Te has enamorado?

ーSí ーdijo, extrañado 

ー¿Recuerdas el primer beso que le diste a esa persona? ¿Recuerdas todas las noches que pasaste con ella? ¿Te acuerdas de vuestra primera salida y vuestro último abrazo? ーLeticia parecía vivir con intensidad cada interrogación.

ーAhora que lo dices... No... Me cuesta recordar algunas cosas...

ーSeguro que te pasa igual que a los murciélagos... ーconcluyó ーEl tiempo te ha oscurecido los recuerdos... ¡Que triste! Cada vez somos menos los que vivimos alejados de la oscuridad...






Comentarios

Entradas populares de este blog

La Disculpa de Sara Calloway

 Sara Calloway murió el cinco de enero del año dos mil ochenta y siete, entre remordimientos y penas. Tenía ochenta y cuatro años cuando abrió por última vez los ojos de aquel cuerpo repleto de arrugas, ojeras y marcas de una vida cargada de dificultades. El día de su fallecimiento, sus cuatro hijos lloraron desconsolados su muerte frente a la cama del hospital, pensando más en los momentos que no tuvieron junto a su madre que en los pocos recuerdos felices que disfrutaron a su lado. «Que dura ha sido la vida», repetía Margarita, la cuarta de ellos, apesadumbrada. Estaba empapada en sudor y las lágrimas no se distinguían de los goterones que emanaban de su frente. Aquellas palabras cargaban mucho dolor, pero también desesperación y rabia. En un último intento, trataba de hacérselas llegar a su madre, rindiéndose ante el reloj, el cual mantuvo su orgullo tan alto que le impidió sincerarse alguna vez sobre la crudeza de su vida. Cuando minutos más tarde se llevaron a su madre y sus herma

La Comunidad de la Música

 Ahí estaba otra vez. Rosa había vuelto y, de entre el murmullo de decenas de instrumentos que se oían a través del patio interior, el violín había adquirido todo el protagonismo. Hugo la oía desde el piso de abajo. La facilidad que tenía para transmitir al acariciar las cuerdas con la vara lo mantenía atónito. Su control era absoluto. No había imperfecciones. Desde el techo, resonaba una melodía llena de pasión, con partes más calmas que hacían temer el final de la música, y otras repletas de vida, las cuales hacían que el pulso se acelerara y una alegría desmesurada se hiciera con el alma. Todo vibraba. Especialmente, el corazón de Hugo. Y, tal era su excitación interior que comenzó a tocar. Dio un salto desde el sillón y se sentó frente al piano. Sus dedos bailaron solos. Al principio, piano y violín estaban completamente desconectados el uno del otro. Pero la atención de Rosa no tardó en ser atraída por el sonido de las cuerdas del piano que, por unos segundos, sonó en solitario. S

La belleza que permanece...

 Moses estaba sentado en la sala de espera del hospital. Los sillones de cuero rojo y las dos neveras que ocupaban el lugar estaban iluminados, exclusivamente, por las luces frías del techo. A través de las ventanas reinaba la oscuridad. El cielo se veía tan negro como Moses pensaba en ese momento su futuro. Nunca se había planteado un mañana sin su abuela. A decir verdad, ni siquiera se había imaginado viviendo durante demasiado tiempo alejado de ella. Una lágrima le corrió por la mejilla.  «Deja de pensar», se reprendió mientras sentía cómo su corazón se desmigajaba.  Entonces, una enfermera con cara de haber trabajado más horas de las que debería, se acercó a él. Se sentó a su lado y se quitó la cofia.  — ¿Sabes una cosa? -añadió con la determinación de quien había vivido la misma catástrofe mil veces y, pese a todo, aún le quedaba la ternura del alma  — Cada semana veo a gente morir. Algunas, soy testigo del final de la vida cada día. Pero, desde hace unos años, no pienso en toda l

La Raza de Oro

 De la tierra brotó un hombre. Aparecían cada cierto tiempo alrededor de la aldea, repleta de cabañas de bambú. Nadie había visto las semillas de la creación. Tampoco les importaba. Le llamaron Zeus. Entre el gentío que se reunió, curioso al verlo llegar de entre la vegetación, alguien mencionó el nombre. Nadie lo había escuchado antes. Tampoco les importaba de dónde había surgido. Festejaron durante el día y la noche. Bailaron al son de las palmas en el centro de la aldea,  reservado para los eventos sociales, y bebieron la bebida sagrada que les dejaban los dioses en el único pozo que había. El cuerpo no les pedía descanso. Sólo cuando cantaron todas las canciones y completaron todos los pasos de baile, se fueron a dormir. No por necesidad ni aburrimiento. Era como un acto reflejo. Nadie se había detenido a pensar mucho en ello. Tampoco les importaba. Eran felices. Aunque ni siquiera se molestaban en reparar en las razones de su felicidad. Era algo intrínseco a su naturaleza.  Cuando