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Psicoanálisis

   La mañana había surgido con un tono apagado frente al doctor Scott. A escasos centímetros de la puerta de su casa, se tuvo que abrigar con todo el arsenal del que disponía en su mochila, y cuya gran parte eran regalos de su casera, la señora Davis. Durante el invierno, la mirilla del 1ºB se mantenía alerta a cualquier movimiento. Scott creía que toda la ropa que recibía por su parte eran viejas chaquetas que Steve le había dejado, antes de marcharse con la primera fulana que estuvo dispuesta a aguantarlo. Con casi cincuenta años, el único hijo de la señora Davis aun no había tenido ninguna relación estable. Cada vez que lo veía por el rellano o en la cafetería de la esquina, este solía contarle lo deprimido que estaba. Y no porque su avejentada madre no fuera una gran compañera de piso, que desde luego que lo era, sino porque cada semana una nueva pretendienta lo dejaba plantado. Hasta entonces.

   Al entrar en la pequeña consulta notó el aire cálido de la calefacción. Por aquellas fechas, una buena parte de los ingresos de la empresa se iban en arreglar o comprar nuevos aparatos, aunque hacía tiempo que había decidido dejar de preocuparse tanto por los gastos. Al fin y al cabo las ganancias no habían dejado de superar  a las pérdidas. Y, por el momento, no se podía quejar de su situación. 

   Entró en su despacho, se aflojó los cordones de los zapatos y, entusiasmado, encendió el ordenador a la espera de sus próximos pacientes. Generalmente, solía tener mucha actividad durante el día. Excepto los primeros treinta minutos de la jornada, los cuales empleaba en documentarse y estudiar los casos a los que tendría que hacer frente, el resto eran un descontrol. Pero un descontrol del bueno. Le gustaba el ambiente que se generaba en el lugar. Todos los que lo esperaban tras la puerta lo necesitaban. Era eso lo que lo apasionaba: sentir que sus conocimientos servían para algo más que para dar charlas y hacerse el interesante en alguna cafetería.

   Cuando leyó el informe de la primera persona que pasaría por la camilla, un pequeño escalofrío le sacudió el cuerpo. El documento especificaba la tendencia de un joven universitario a sufrir de parasomnia aguda durante las noches. Más concretamente, decía que Barry, como se llamaba, veía una paloma blanca que, con el transcurso del sueño, se iba transformando en su difunta abuela y que, sin poder soportarlo, se despertaba presa del pánico, gritando y sudoroso.

   Unos cuantos meses atrás, cuando el frío invernal no había llegado a la ciudad, una paciente se sentó frente a él con un caso similar. La mujer rondaba la cincuentena de edad, si mal no recordaba leer, y, tristemente, había perdido a su madre unos días atrás. La pobre contaba cómo vivía inquietantes episodios de ansiedad cuando estaba en el trabajo. Muy unida a su madre, a la cual iba a ver diariamente y con la que solía conversar durante horas, hablaba de la pérdida de una parte muy importante de ella y su dificultad para olvidar. Sin embargo, tras intensas sesiones en donde la vida y la muerta fueron las protagonistas, sus propios gestos iban delatando como, únicamente, la hija necesitaba llorar y llorar mientras, entre lágrima y lágrima dejaba marchar a su madre. Y, al recordar con orgullo los agradecimientos que ella le había repetido una y otra vez el último día que la vio, alguien llamó a la puerta.  

  Ante él, el esperado Barry surgió muy distinto a como aparecía en la foto que acompañaba el informe. Sus ojos estaban rodeados por inmensas ojeras, y su rostro había parecido perder la carnosidad de sus mofletes. Donde antes lucía una piel bronceada, típica en los estudiantes que pasaban los fines de semana en la playa, ahora había un triste color carne amarillento ¿Dónde se había metido Barry?

— ¡Buenos días! —añadió Scott —Es un placer verte. Eres el primero de la mañana.

   Con una tímida sonrisa, aparentemente surgida tras un enorme esfuerzo mental, el joven universitario se sentó frente a la silla del escritorio. En un primer momento, se mostró tenso con las preguntas que le hacía, aunque, como la experiencia ya se había encargado de enseñarle, y por duro que le pareciera, hablar con un psicólogo solía ser un miedo de más para sus pacientes. Al menos al principio.

—Su plumaje era blanco como la nieve —se encargó de describir Barry, como si estuviese viendo a aquel pájaro  —De hecho, creo recordarlo como la tonalidad más perfecta que había visto nunca. Su pequeño pico surgía firme de su redondita cabeza, así como sus patas se apoyaban equilibrando su delgada figura. Y, sin pretender atribuirme mayor protagonismo, diría que sus ojos se fijaron en los míos por unos segundos, como si ella también me hubiese reconocido.

—¿A qué se refiere con ella también?

—Al igual que hizo conmigo, sus ojos se dirigieron a los de cada uno de los que estaban allí reunidos. Con la simpleza de su circularidad y oscuridad, parecía ocultar una densidad propia de aquellos que, con palabras, y simplemente con su juego, podíamos expresar lo que sentíamos. Era como si con solo una mirada fuese capaz de transmitir la inmensidad de una vida.

—Me imagino que con los que estaban allí te referirás a tú familia…

Barry lo miró como si acabase de entender una parte incomprensible para el mundo entero. O, quizás, meramente inexteriorizada.

—Así es —respondió —Mi abuela nos estaba mirando a todos a través del cuerpo de una paloma, pero con sus propios ojos... —se quedó pensativo un instante —Como si la muerte le hubiese dejado unos momentos para estar por última vez con su familia

— ¿Y qué supone la muerte para usted?

— ¿Para mí?

—Sí

—La vida. Sin ella ninguno de nosotros estaría aquí, irónicamente.

   
   


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