La noche hacía poco que se había asentado, y la luna era la única fuente de luz en la azotea. No se oía nada ni nadie andaba por las calles a esas horas. Estaba solo. Sentado en una silla de playa, pensé entonces en lo lejos que estaba de aquel disco blanco. Imaginé cuantas lágrimas habría visto desde la distancia, cuántos otros como yo la habrían mirado en la oscuridad, dándole vueltas a la mente, y deseando poderla ver durante más tiempo del que la mañana les permitía. En ese momento, con una ligera brisa fría rozando mi piel, creí entender muchas cosas. Seguí mirando aquel círculo perfecto que se dibujaba en el cielo, y me dije a mi mismo que, en el fondo, todos éramos egoístas. Comprendí que no podíamos pretender que las cosas permanecieran para siempre con nosotros, simplemente porque nos gustasen o las quisiéramos con locura. El recuerdo nos hacía fuertes. La luna se marcha todos los días a la misma hora, y es en ese instante cuando debemos comprender que la vida sigue, sin espe
Blog de relatos y artículos literarios.