El agua corría lenta. No tenía prisa. Iba a un ritmo casi melodioso. Como esas hojas que avanzan a golpe de casuales rachas de viento en otoño, sin saber hacía qué lugar, bajo los árboles que franqueaban el río. Su calma era contagiosa. Entonces, miraba su caudal casi hipnotizado. Era un lugar terapéutico, me decía. Aquel banco, el verde del entorno y el silencioso transcurrir de la corriente me aclaraban la mente, llena hasta entonces de ideas enmarañadas. Recuerdo ver a aquel hombre caminando. Su nombre era Alexei Lev. Andaba despacio, con el cuerpo encorvado a causa de la edad y unas piernas definidas que, de no ser por su lentitud, aparentarian ser capaces de completar una maratón. Estaba feliz. O al menos eso era lo que daba a entender a los demás con su sonrisa, cuando, de repente, centró su vista en mí. —¿Me puedo sentar? —preguntó cogiendo aire entre palabra y palabra. —Si, claro —respondí, tratando de sonar amable —. Aún hay hueco en este banco. Durante unos segundos, se quedó
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