El atardecer en el campo era lo mejor y lo peor de la jornada. Representaba lo hermoso para los ojos, que miraban al sol mientras desaparecía tras la pradera, y la desesperación del cuerpo que buscaba el calor que poco a poco se llevaba el frío. Mi familia apenas tenía dinero para alimentarse y la calefacción no era un lujo que nos pudiéramos permitir, así como los caros abrigos de invierno. La temperatura llegaba hasta los cero grados centígrados algunos días y, frente a mi necesidad por respirar aire fresco, vivía una indecisión diaria: ¿me congelaba de frío por salir afuera y ver el atardecer o me quedaba en mi cama a la espera de que mis ojos perdieran el interés en lo bello? ¿Me arriesgaba a enfermar, con las consecuencias que eso tendría, o disfrutaba el momento como si no hubiera un mañana? Cuando de pequeño el abuelo venía a casa, donde mamá siempre lo aguardaba con bizcochos y chocolate, nos solía contar multitud de historias sobre su vida. Nos hablaba de la guerra a la que tu
Blog de relatos y artículos literarios.