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El Regreso del Sol

El atardecer en el campo era lo mejor y lo peor de la jornada. Representaba lo hermoso para los ojos, que miraban al sol mientras desaparecía tras la pradera, y la desesperación del cuerpo que buscaba el calor que poco a poco se llevaba el frío. Mi familia apenas tenía dinero para alimentarse y la calefacción no era un lujo que nos pudiéramos permitir, así como los caros abrigos de invierno. La temperatura llegaba hasta los cero grados centígrados algunos días y, frente a mi necesidad por respirar aire fresco, vivía una indecisión diaria: ¿me congelaba de frío por salir afuera y ver el atardecer o me quedaba en mi cama a la espera de que mis ojos perdieran el interés en lo bello? ¿Me arriesgaba a enfermar, con las consecuencias que eso tendría, o disfrutaba el momento como si no hubiera un mañana?

Cuando de pequeño el abuelo venía a casa, donde mamá siempre lo aguardaba con bizcochos y chocolate, nos solía contar multitud de historias sobre su vida. Nos hablaba de la guerra a la que tuvo que ir de joven, los viajes que hizo por el mundo cuando finalizaron las batallas, las aventuras amorosas que vivió antes de conocer a mi abuela y de lo feliz que fue al compartir su vida con ella. Mi hermano y yo nos pasábamos horas escuchándolo junto a la chimenea, imaginándonos todo lo que nos decía sentados en el suelo, mientras él se balanceaba en su mecedora preferida.

<< Una vez hace muchísimo tiempo, cuando los televisores eran sueños y los videojuegos no existían ㅡsolía empezar sus historias ㅡ, yo me encontraba trasladando material militar del norte al sur del país en un camión. La guerra se había estancado desde hacía meses y estábamos reorganizándolo todo para las próximas ofensivas. Los transportistas nos habíamos convertido en los actores principales de la película. Debíamos ser muy cuidadosos con lo que hacíamos, sobretodo porque el enemigo podía estar en cualquier parte esperándonos para robarnos lo que teníamos. En ese entonces a los hombres nos costaba confiar en nuestros propios amigos y los días se volvían interminables. Solo se respiraba miedo en el ambiente. El mañana nunca era distinto al ayer y el hoy.

Sin embargo, un día en el que debía de cruzar la frontera entre una comunidad y otra, entregando la documentación que me acreditaba como transportista aliado y mostrando la carga que llevaba, una chica tan joven como yo me hizo firmar unos documentos del Estado mayor. Siempre había tenido que hacerlo, pero aquella vez me sorprendió ver a una mujer al otro lado de la mesa. Normalmente se quedaban en la retaguardia luchando por que las ciudades no se partieran a trozos. Sus ojos eran azules como la esmeralda y su pelo lucía un rubio precioso. Recuerdo que vestía con una chaqueta negra que hacía resaltar sus ojos, mientras éstos me miraban con la indiferencia de quién estaba acostumbrada a ver a cientos de camioneros como yo a la semana. 

一No suele haber muchas mujeres como tú por aquí  一recuerdo le dije, tratando de romper las formalidades y que se fijara en mí.

Su mirada, al contrario de lo que pensaba, fue fría como el hielo. Sus facciones se endurecieron, ante la posibilidad de que fuera otro de tantos desgraciados que habían perdido el respeto por todo, especialmente por las mujeres, y se quedó callada unos instantes. Ya había visto antes esa reacción en otras trabajadoras del ejército. A veces, su labor se convertía en un auténtico dolor de cabeza entre tanto insolente que sólo las quería para llevárselas a la cama, preñarlas y olvidarse de su existencia.

一Así es, por desgracia 一respondió de forma tajante. Estaba claro que no había conseguido mi objetivo. Sus ojos duros y fríos se dirigieron a mi como lo hacían a cientos de otros hombres que pasaban por allí.

Aquella primera vez estaba demasiado nervioso para continuar con la conversación. Los camiones se acumulaban tras el mío y la chica no parecía estar dispuesta a continuar hablando. Me marché enfadado por no haber podido hacer algo más. Solo era un crío y mi cabeza andaba revuelta. En mi mente nos había imaginado charlando tranquilamente, mientras ella se reía y yo disfrutaba de su voz, que me hacía pensar en algo más agradable que en las bombas y los muertos. Pese a la parquedad de sus palabras, ella me calmaba.

Durante una semana, estuve en una ciudad del sur a la espera de que llegara por mar la carga que debía de llevar al norte. Me alojé en un hotel expropiado por el ejército, que antes había sido uno de los más lujosos de la zona, y aguardé entre restaurantes la hora de mi salida. Los hombres decían que el sitio solía ser frecuentado por personajes de fama mundial, los cuales buscaban el calor y las playas que en sus países no tenían, pero que desde el comienzo de la guerra se habían transformado en lujos del pasado. Todo había cambiado. Incluso nuestra manera de pensar había sido pisoteada y sustituida por otra que nos aclaraba la fugacidad de nuestros días.

Transcurrido el tiempo, volví a cruzar la frontera. La chica estaba allí de nuevo, con los ojos cansados y una cafetera casi vacía a su espalda. Debajo de la mesa (me acuerdo como si ayer fuera), se veían sus piernas moviéndose nerviosas, ansiando desprenderse de tanta cafeína.

一¿Qué tal todo? 一añadí dispuesto a llevar la conversación más lejos que la última vez 

一Bien, como de costumbre 一dijo sin apartar la vista de los papeles que debía de entregarme

Los silencios se me hacían de lo más incómodos.

一¿De dónde eres? 一me lancé penosamente, deseando que fuera una de esas norteñas a las que habían sacado de su casa para mandarla al otro lado del país

一De aquí mismo 一respondió para mi desgracia 一Me alisté voluntaria hace un año.

Le saqué cientos de temas para que se liberara de tanta rigidez castrense, cansina y aburrida, pese a que siempre respondió de la misma manera: seca y escueta. Me enteré de muchas cosas sobre ella: como que antes de la guerra le encantaba salir por las tardes con sus amigas, se preocupaba demasiado por su futuro y estaba llena de ambición por dentro. Sin embargo, su cabeza parecía estar ocupada en cosas más importantes, pues las contaba sin ánimo ni interés. Pensé en no volverle a dar tanta conversación, aunque había algo en su forma de mirar la vida que me enamoraba. Quizás, para mi desgracia me estaba tornando en un masoquista sin remedio. Aunque, llamadme loco, en su interior parecía existir una tenue luz con ganas de iluminar todo a su alrededor.>>

El abuelo se quedó callado durante un tiempo.

一¿Y luego que pasó?  一le preguntó mi hermano

一Lo que pasa con todas las personas que queremos, pero no nos corresponden. Durante un año entero estuve pasando por esa frontera cada mes, deseando que nuestras conversaciones fueran más allá de dos frases banales, sin sentido y amor. Pero no lo logré...

一¿Dejaste de quererla? 一me adelanté, antes de que continuara con la historia

Los ojos de mi abuelo se abrieron, como si mi pregunta le hubiera pellizcado en lo más profundo del alma, y exclamó:

一¡No! ¿¡Por qué dices eso?! 一nos miró a mi hermano y a mi, tal y como si estuviera analizando nuestras reacciones 一Uno no deja de querer a la vida por mucho que lo derrumbe, no se deja de querer a la luna por que hayamos tenido una mala noche ni al día por que el sol haya decidido abandonarnos unas horas. Ella se fue con otro hombre, que solía tener a todas las mujeres tras él. Era fuerte e inteligente el jodido. Pero mientras pueda, no permitiré que ese cerdo la robe de mi memoria -hizo una pausa  一Entonces, ¿qué sentido tendría la vida? Hay que luchar contra el tiempo mientras se pueda.

Desde ese día y hasta hoy, momento en el que me hallo escribiendo las lecciones que las historia de mi abuelo dejaron en mi, sus palabras siempre se han mantenido vibrantes. A partir de entonces, salí siempre a ver el atardecer en el campo. Incluso ahora, ya mayor y enfermo, no puedo dormir tranquilo sin disfrutar del adiós del sol. Supongo que ha sido mi manera de luchar contra el tiempo, hasta que me mate. Creo que solo así he sido capaz de entender la vida: viendo irse a las cosas que quería para valorarlas aún más. Aunque, el sol, por suerte, siempre regresaba...


Comentarios

  1. ¡Hola, Ulises! Menuda lección de sabiduría nos ha dejado ese abuelo. En efecto uno no deja de amar lo importante, por más obstáculos y decepciones que nos reporte. Ello significaría que amar solo sería el pago a un buen servicio y desde luego que es algo mucho más profundo. Estupendo relato. Un abrazo!

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