Ir al contenido principal

Mi luna


La noche hacía poco que se había asentado, y la luna era la única fuente de luz en la azotea. No se oía nada ni nadie andaba por las calles a esas horas. Estaba solo. Sentado en una silla de playa, pensé entonces en lo lejos que estaba de aquel disco blanco. Imaginé cuantas lágrimas habría visto desde la distancia, cuántos otros como yo la habrían mirado en la oscuridad, dándole vueltas a la mente, y deseando poderla ver durante más tiempo del que la mañana les permitía. 

En ese momento, con una ligera brisa fría rozando mi piel, creí entender muchas cosas. Seguí mirando aquel círculo perfecto que se dibujaba en el cielo, y me dije a mi mismo que, en el fondo, todos éramos egoístas. Comprendí que no podíamos pretender que las cosas permanecieran para siempre con nosotros, simplemente porque nos gustasen o las quisiéramos con locura. El recuerdo nos hacía fuertes. La luna se marcha todos los días a la misma hora, y es en ese instante cuando debemos comprender que la vida sigue, sin esperar regresos instantáneos ni mañanas fugaces. Todos sabemos que brillará en otros lugares, con otras personas y que no perderá su esencia. Y, mientras eso siga así, tenemos que ser felices. Pues sólo de esa manera viviremos en paz.

Mi luna no tardó en irse, tan luminosa como cuando llegó. Era perfecta. De hecho, nunca antes había visto lunas que me resultaran tan hermosas. Se perdió en el horizonte, más rápido de lo que me hubiera gustado. Se fue sin dar explicaciones. Simplemente, la luna ya no estaba. Y cuando en el horizonte no hubo nada, permaneciendo solo el recuerdo, sonreí por la oportunidad que me había dado la vida de ver a mi luna tan feliz. No tenía la seguridad de volverla a ver, al menos no de la misma manera, pero si algo me iba a permitir continuar era su preciosa imagen en mi cabeza. Hasta el día de mi muerte, aquella cara me seguiría recordando lo fugazmente maravilloso que es vivir.




Comentarios

Entradas populares de este blog

La Disculpa de Sara Calloway

 Sara Calloway murió el cinco de enero del año dos mil ochenta y siete, entre remordimientos y penas. Tenía ochenta y cuatro años cuando abrió por última vez los ojos de aquel cuerpo repleto de arrugas, ojeras y marcas de una vida cargada de dificultades. El día de su fallecimiento, sus cuatro hijos lloraron desconsolados su muerte frente a la cama del hospital, pensando más en los momentos que no tuvieron junto a su madre que en los pocos recuerdos felices que disfrutaron a su lado. «Que dura ha sido la vida», repetía Margarita, la cuarta de ellos, apesadumbrada. Estaba empapada en sudor y las lágrimas no se distinguían de los goterones que emanaban de su frente. Aquellas palabras cargaban mucho dolor, pero también desesperación y rabia. En un último intento, trataba de hacérselas llegar a su madre, rindiéndose ante el reloj, el cual mantuvo su orgullo tan alto que le impidió sincerarse alguna vez sobre la crudeza de su vida. Cuando minutos más tarde se llevaron a su madre y sus herma

La Comunidad de la Música

 Ahí estaba otra vez. Rosa había vuelto y, de entre el murmullo de decenas de instrumentos que se oían a través del patio interior, el violín había adquirido todo el protagonismo. Hugo la oía desde el piso de abajo. La facilidad que tenía para transmitir al acariciar las cuerdas con la vara lo mantenía atónito. Su control era absoluto. No había imperfecciones. Desde el techo, resonaba una melodía llena de pasión, con partes más calmas que hacían temer el final de la música, y otras repletas de vida, las cuales hacían que el pulso se acelerara y una alegría desmesurada se hiciera con el alma. Todo vibraba. Especialmente, el corazón de Hugo. Y, tal era su excitación interior que comenzó a tocar. Dio un salto desde el sillón y se sentó frente al piano. Sus dedos bailaron solos. Al principio, piano y violín estaban completamente desconectados el uno del otro. Pero la atención de Rosa no tardó en ser atraída por el sonido de las cuerdas del piano que, por unos segundos, sonó en solitario. S

La belleza que permanece...

 Moses estaba sentado en la sala de espera del hospital. Los sillones de cuero rojo y las dos neveras que ocupaban el lugar estaban iluminados, exclusivamente, por las luces frías del techo. A través de las ventanas reinaba la oscuridad. El cielo se veía tan negro como Moses pensaba en ese momento su futuro. Nunca se había planteado un mañana sin su abuela. A decir verdad, ni siquiera se había imaginado viviendo durante demasiado tiempo alejado de ella. Una lágrima le corrió por la mejilla.  «Deja de pensar», se reprendió mientras sentía cómo su corazón se desmigajaba.  Entonces, una enfermera con cara de haber trabajado más horas de las que debería, se acercó a él. Se sentó a su lado y se quitó la cofia.  — ¿Sabes una cosa? -añadió con la determinación de quien había vivido la misma catástrofe mil veces y, pese a todo, aún le quedaba la ternura del alma  — Cada semana veo a gente morir. Algunas, soy testigo del final de la vida cada día. Pero, desde hace unos años, no pienso en toda l

La Raza de Oro

 De la tierra brotó un hombre. Aparecían cada cierto tiempo alrededor de la aldea, repleta de cabañas de bambú. Nadie había visto las semillas de la creación. Tampoco les importaba. Le llamaron Zeus. Entre el gentío que se reunió, curioso al verlo llegar de entre la vegetación, alguien mencionó el nombre. Nadie lo había escuchado antes. Tampoco les importaba de dónde había surgido. Festejaron durante el día y la noche. Bailaron al son de las palmas en el centro de la aldea,  reservado para los eventos sociales, y bebieron la bebida sagrada que les dejaban los dioses en el único pozo que había. El cuerpo no les pedía descanso. Sólo cuando cantaron todas las canciones y completaron todos los pasos de baile, se fueron a dormir. No por necesidad ni aburrimiento. Era como un acto reflejo. Nadie se había detenido a pensar mucho en ello. Tampoco les importaba. Eran felices. Aunque ni siquiera se molestaban en reparar en las razones de su felicidad. Era algo intrínseco a su naturaleza.  Cuando