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Las Aventuras de Arturo Márquez; El Atraco de Franccesco #1


  La mañana había comenzado seca y sin apenas viento. Las luces de las farolas todavía estaban en funcionamiento a las siete y, contra su voluntad, algunos vecinos salían de sus casas a trabajar. Como todos los días, ante las náuseas matutinas, cogí un cigarrillo de mi pitillera y me asomé a la ventana, en busca de alguna cara familiar.

  Los Rodríguez, los vecinos de enfrente, solían comenzar la mañana con una fuerte discusión que, o bien terminaba con alguno de los dos marchándose a casa de sus padres para luego volver a la noche arrepentido, o solucionándola con un triste beso sin razón de ser. Cuando la señora Rodríguez se marchó, siempre después de su marido (solo ella sabría por qué), apareció Adolfito al final de la calle con su mochila de vagabundo a las espaldas. Iba de basura en basura en busca de algo que le pudiera ser útil en su vida callejera. Con el paso de los años se le había llenado el pelo de canas y la piel curtido por el sol.

        —   ¿Qué tal se encuentra hoy? —le pregunté entre una bocanada de humo.
        —   Como de costumbre — dijo volviéndose hacia la ventana — De calle en calle. 
        — Esta noche tuve que dormir en el banco del distrito sur. Aquello parecía un gallinero.
        —   ¿Y eso?
        —   Sí, ya sabe… Los niñatos no respetan nada.
        —   Ya nada es como era

  Antes de que se fuera le tiré unas cuantas monedas y un paquete de bizcochos que había abierto el día anterior. Normalmente le daba más dinero, pero ese día no tenía sino calderilla en el bolsillo.  

  Cuando mi estómago se asentó me preparé unas tostadas con mantequilla y una tila caliente. Había quién la prefería fría, pero nunca llegué a apreciar su sabor si el agua no estaba hirviendo. Había desayunado lo mismo toda mi vida. Después de comer me puse el traje y el sombrero y, con el rugido del motor del Tucker,  me dirigí a la comisaría.

  Aparqué el coche frente al viejo edificio y entré sin apenas levantar la cabeza. No era extraño encontrarme familiares de los detenidos en la recepción. Hacían los trámites para sacarlos del calabozo y, desconcertados por la complejidad de sus problemas, eran víctimas de un ataque de ira al ver la cara del policía responsable de que estuviesen allí metidos. Entré al despacho y comencé a leer todos los expedientes que tenía sobre mi mesa.

        —   Buenos días, inspector — me dijo Cipriano Domínguez, abriendo la puerta.
        —   Parece que ya no se llama antes de entrar.
        —   Es la costumbre, señor.
        —   Pues vaya costumbre tan poco respetuosa — añadí mirándolo a la cara desafiante —- ¿Qué quieres?
        —   Hay un problema en el número dieciséis de la principal.
        —   ¿Y?
        —   Quizás debería venir a verlo

  Aquello no podía significar nada bueno. En primer lugar porque nunca se me pedía que acudiera al escenario de un delito y, en segundo, porque la cara de Cipriano revelaba miedo y nerviosismo.

  Fuimos hasta el coche patrulla, aparcado en la esquina de la calle, y me acomodé en el asiento del copiloto. Rápidamente, como si de una persecución se tratara, el oficial encendió la sirena y condujo con una habilidad sorprendente.
 
        —   ¿Qué es lo que ocurre?
        —   Tenemos un 455
        —   ¿Qué coño dices?
        —   No estoy de bromas, inspector. Hemos pillado a Franccesco in fraganti en un robo en el banco. Dice que se niega a salir si no está usted allí.
        —   Deberías haberme dicho eso antes. Ahora no tengo el chaleco — me quedé pensativo un instante — ¿Va armado, no?
        —   Así es. Y no se preocupe, el chaleco está en el maletero.

  Alrededor del edificio del banco había una multitud expectante. Tres coches de patrulla formaban una barrera entre el gentío y el escenario del hurto y, entre gritos y empujones, dos tenientes y un oficial trataban de poner un poco de orden. Antes de acercarme, abrí el portabultos y me coloqué el chaleco sin titubear.

        —   Necesitamos refuerzos en la principal, urgentemente — añadí por la radio — Preciso de cuatro oficiales y un médico.
        —   ¿No hará falta más oficiales? — preguntó Cipriano sin despegar la vista del hombre amado que se veía a través del cristal del banco.

  Era evidente que no podríamos con ese caso, solos. Franccesco nunca atacaba en solitario, y eso solo podía significar una cosa. Estaban robando todo el dinero de las cajas fuertes.

        —   Llama a Arturo Márquez.  

Comentarios

  1. ¡Muy buenas! Me alegro sus hayas podido acceder al blog a través de esta iniciativa. Ahora mismo visito y me suscribo a tu blog ¡Hasta la próxima!

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