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La Chica del Balcón


El balcón era el lugar favorito de Indalecio. Apenas cabían dos personas en él, pero allí estudiaba, leía y cenaba todos los días, sin excepciones. La luna lo alumbraba cuando no había luz y quienes paseaban le servían de entretenimiento cuando se aburría. Era inacapaz de imaginar su vida sin ese pequeño rincón del hogar. Por las mañanas, sobre las siete, solía leer los mejores libros de novela negra que habían llegado a la librería. Se sumergía en los personajes y, junto a una reconfortante brisa fresca, se tomaba un café caliente con tostadas. Apenas había gente en las calles, y eso le generaba, pese a estar rodeado de ventanas y otros balcones a su alrededor, una atmósfera de soledad perfecta.

Un día cualquiera, oyó abrirse la persiana del balcón que estaba a su derecha. Al principio, apenas miró de reojo, sacando sus ojos de los párrafos de Pérez-Reverte y devolviéndolos a las páginas en cuanto alcanzó a distinguir dos piernas blanquecinas. No sé por qué razón, en ese instante se sintió incapaz de hablar y alzar la mirada. Era como si su cuerpo fuera consciente de que aquel era su momento de desconexión, y no quisiera perderlo por nada del mundo. Siguió leyendo como leen quienes saben que, mientras están sumidos en otras vidas, la suya propia está siendo juzgada: con un ojo en las páginas y otro lo más alejado posible de ellas.

De pronto, escuchó:

- Hola, ¿vives ahí?

Su cabeza reaccionó al instante, y sus ojos vieron a una chica asombrosamente guapa.

-Hola... -repitió -Si, suelo desayunar aquí por las mañanas

-Yo soy Eusebia - le reveló -. Acabo de instalarme...

De esa manera, con la más banal de las conversaciones, comenzó una de las rutinas más preciosas que Indalecio jamás había tenido. Todas las mañanas, a la misma hora y en el mismo lugar, hablaba con Eusebia tal y como si fueran dos amigos de toda la vida. De los que no se guardan ni el más minimo de los secretos y se sienten con la libertad de hacer lo que les de la gana. De esos que se confirman su mutua admiración con solo mirarse. Y, de esos que, en definitiva, se aman incondicionalmente.


Depués de varios meses, una tarde se escuchó un fuerte estruendo desde la calle. Indalecio salió al balcón a mirar de donde podría haber venido, y tras asegurarse de que ningún coche se había chocado ni nadie se había caído, vio que Eusebia se marchaba con dos maletas.

-¿Qué ha ocurrido? -gritó
-Me voy -contestó, sin mirarlo

El corazón de Indalecio empezó a latir tan fuerte que casi podía oírlo.

-¿A dónde?
-Ya no soy feliz - confesó
-¿Qué te ocurre?
-Te quiero mucho -se despidió

Indalecio la vio desaparecer en la esquina de la calle. Se fue y nunca volvió a saber nada más de ella. Fue el precio de la felicidad, pensó con el tiempo. Aquellas lágrimas que soltó, fueron la prueba de que había sido feliz, y más que tristeza, sintió una enorme deuda con la vida por haberle hecho sentir tanto.

Ella ya no estaba y el balcón se le hizo demasiado pequeño. Pero cada vez que miraba al que había sido su rincón favorito de la casa, podía ver a Eusebia diciéndole que todo iba a salir bien. 

Y a él le bastaba con eso...

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