Sentir que nada va bien, que te vas apagando poco a poco en silencio y sin motivo. Las calles ahora parecen tristes, no hay gente ni tampoco luces. En la oscuridad, todo es más confuso. El gentío, las risas, los bailes..., todo pertenece a otro mundo. Nada es justo: El sol ya no está, y la noche aun no ha llegado; los ríos no llevan agua, y el verano hace tiempo que se ha acabado. Le suplico al destino que encause mi futuro. "No dejes que me pierda", le suplico, "en esta oscuridad nada es bonito, ni yo ni nadie ni el rumbo. Llévame por otro camino, más iluminado y bonito. Enséñame nuevos lugares, sin melancolía ni tristeza, sin lunas ni diluvios. "No dejes que me pierda", le repito, " aún sé que quedan alegrías, días y triunfos. Aún sé que en sus ojos yo puedo ser el hombre que nunca tuvo".
Un día sentí brillar una estrella y supe que nunca me dejaría. Miré al cielo, triste y desilucionado, y al ver su luz sabía que estaba a salvo, que no había motivo para dejar de ser feliz y tener miedo. En ese instante pensé en que las estrellas mueren y, aún así, se las sigue viendo desde muy lejos. Sólo si cerramos los ojos las dejamos de percibir. Sólo si nos negamos a mirar hacia arriba dejarán de existir. Pues, aún cuando nos cueste entender la distancia, la horrible y traicionera lejanía, debemos comprender que somos polvo de estrellas que también aporta luz. Somos los guías de esos astros que nos buscan y a los que miramos por las noches, diciéndoles dónde estamos. Quizás, haya quién piense que esté loco, pero, como si el dolor me hubiera dado un superpoder, yo podía distinguir mi estrella del resto. No temía perderla. No temía que un día mirara al cielo y ya no estuviera porque, desde que la vi por primera vez, su luz ya había penetrado en mí. Me h...
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