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Travesía a la Antártida [Día 1º]

   El cielo comenzó a oscurecerse cuando el Hespérides partió rumbo al polo sur. La tranquilidad del puerto se vio interrumpida por los motores del buque que, en cuanto se puso en marcha, agitó abruptamente el mar, dejando ver una estela en su avance. En el puente de mando, el capitán dirigía las maniobras mediante su walkie talkie, mientras los científicos de abordo se acomodaban en los camarotes. Los marineros trabajaban sin descansar en la cubierta junto a la maquinaria que, por encima de la de muchas otras naos, contaba con una gran tecnología. A partir de ese momento, solo quedaba un largo trayecto. En un abrir y cerrar de ojos, la popa del barco se convirtió en una simple mancha en el horizonte para aquellos que, melancólicamente, veían a sus familiares marchar. 

   Muchos de los científicos nunca habían ido a la gélida Antártida. La gran parte de los investigadores que se dirigían allí eran recién licenciados que buscaban conocimientos y experiencia.  Sin embargo, para el capitán Martínez aquella era una de las tantas odiseas que había vivido a los mandos de ese pequeño buque. Su larga experiencia en aguas atlánticas le había convertido en un experto del mundo mercante, haciéndole contar con un gran prestigio en el gremio. Años y años de trabajo le habían otorgado habilidades que, antes de embarcarse en el intrépido mundo de la navegación, quedaban muy lejos de él. 

   Con el paso de los días, las emociones se fueron transformando en sueño y mareos de los que el capitán se sentía orgulloso. Neptuno no se lo estaba poniendo nada fácil y, siempre que el mar le ponía retos por delante, los pasajeros parecían no pasarlo tan bien como él, que disfrutaba como un niño pequeño. Un buen viaje- solía decir -debe de contar con buenos potingues en la cubierta.

   Después de diez duros días, el mar pareció haber acabado con su trabajo de tal forma que, irónicamente, cesó su estremecimiento. Alguno se arrepintieron de no haber zarpado del puerto de Cartagena más tarde y haber sorteado así los caprichos del océano. Pero para Martínez, no pudo haber un mejor momento. Al arribar, el equipo entero se estableció en la base española Juan Carlos I, donde un reducido grupo de científicos (más expertos) los esperaban deseosos por poder comenzar las investigaciones. Entre ellos, extrañamente, se hallaba un conocido capitán. Sorprendido gratamente, Martínez se acercó a saludarlo. No era usual ver a otra tripulación allí, y mucho menos a un capitán tan famoso como Pedro Mesía, al que él consideraba todo un genio.

  —Un placer verle señor Mesía —dijo mientras se estrechaban fuertemente las manos. Supongo que le habrán encasquetado esta aburrida misión estos científicos del tres al cuarto.

   Los dos comenzaron a reírse.

  —Así es —contestó. Llevo en este infierno un largo mes, y ya he visto como unos cuantos pierden al menos un dedo.

 —¿Un dedo? —preguntó extrañado. ¿Esta gente no sabe que estamos en el polo?

  —Por lo visto muchos de ellos se piensan que seguimos en el caluroso ambiente tropical español

Mientras tanto, el grupo de científicos y la tripulación de los barcos formaron un pequeño círculo en torno al Dr. Emilio Zalazaba. El hombre rondaba entonces la cincuentena de edad y, a juzgar por como lo había visto años anteriores, le pareció que se encontraba mucho más envejecido físicamente. Las arrugas de debajo de sus ojos podían verse a kilómetros, observó.

  —Capitanes, por favor —dijo, invitándoles a unirse al resto. Acérquense.

Desde hacía más de veinte años el doctor y el capitán se habían estado viendo en el mismo lugar todos los veranos australes. De hecho, los dos comenzaron a trabajar el mismo año, cuando aquello de las travesías a la Antártida se veía como toda una novedad. Por aquellos años, las expediciones no contaban con las millonarias inversiones que las naciones destinaban en ese entonces. Desde luego, la Antártida se había convertido en un atractivo científico con el paso de los años y, en cuanto a su labor como capitán, en una fuente de ingresos asegurada.

 —Como ya saben los más veteranos —comenzó diciendo Zalazaba —La Antártida es un lugar tan bello como peculiar, y aun hay gente que no es capaz de respetarlo. Debemos tener presente todas las normas para convivir de la mejor manera posible, aunque, dada la finalidad científica que tiene esta travesía para todos ustedes, supongo que no debo preocuparme tanto por ese aspecto.

 —Actualmente, querido viajeros —continuó el compañero del doctor, el oficial Carmelo Suarez — se hallan en la Península Hurd, más concretamente en la isla de Livingston, en el archipiélago de las Shetland del Sur. Como ya habrán visto, y espero que asimilado antes de venir a este lugar, —se oyeron algunas risas— este es un entorno muy frío y húmedo, al que más les vale haber venido bien preparados. De momento no necesitan saber mucho más, pero mañana, a las ocho de la mañana, les quiero ver a todos aquí mismo, en la sala de encuentros. Debemos de comenzar con nuestros quehaceres lo antes posible.

Inmediatamente, el grupo de científicos se dispersó y se fueron a las habitaciones que tenían asignadas.  Los capitanes se despidieron y cada uno se marchó con sus respectivas tripulaciones a repasar las labores que les tocaría llevar a cabo a lo largo de la semana. Después de ello, les aguardaba unas merecidas hora de descanso.


Base Juan Carlos I (Antártida)

  

   

   

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