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Las Mensajeras de la Muerte

   Los invitados fueron apareciendo uno a uno con la llegada de la noche. Mientras la mesa del comedor se iba ocupando por diferentes tipos de carnes y ensaladas, las sillas que aguardaban a su alrededor se vieron poco a poco ocupadas. La luna hacía tiempo que se había asentado en el cielo, ofreciendo a las coloridas luces del árbol  un protagonismo idóneo para la época del año. Justo a la entrada del hogar, el baile de las pequeñas bombillas inundaba las paredes de distintas gamas de colores. Después de doce meses sin ver a la familia, aquella noche se presentó llena de emoción y afecto. Aunque, si bien consiguió camuflarse por el caluroso ambiente, había algo que había cambiado.

   Sus ojos estaban vacíos. La hasta entonces aparente eternidad de su felicidad se había vuelto caduca. Mi abuela ya no era la misma. Pensé, con gran melancolía, en los días en los que la tensión de sus labios me transmitía la mayor de las tranquilidades, la más grata sensación de protección. Desde su pequeño sillón, apostado en una esquina del salón, se limitaba a mirar de un lado para otro sin razón, sin saber interpretar las señales de su corazón. Lejana a lo que sucedía, su rostro no mostraba nada más cercano a la indiferencia.


   En medio del festejo, unos ruidos se elevaron sobre las conversaciones y la música. Algunos atribuyeron los golpeteos a algún achispado hombre, usualmente presentes por aquellas fechas, y no más peligrosos que una diminuta mosca. Había quién se tomaba la situación con humor, imaginando la más absurda de las banalidades mientras lo comentaba con el de al lado. El momento no requería de preocupaciones.

    Alentado por la estupefacción que nos mantenía a todos observando atónitos a lo que acababa de aparecer por la puerta, el silencio se convirtió en la más profunda de las inexistencias. El tiempo se paró por unos instantes ¿Realmente todo iba más lento o simplemente era una mera impresión? 

Entretanto, como si de una chistera hubiera salido, una paloma surgió del rellano. Se coló por el pequeño hueco que dejaba la puerta entreabierta y, batiendo sus alas, comenzó a deleitarnos con su vuelo.

   Su plumaje era blanco como la nieve. De hecho, creo recordarlo como la tonalidad más perfecta que había visto nunca. Su pequeño pico surgía firme de su redondita cabeza, así como sus patas se apoyaron, equilibrando su delgada figura en el hombro de mi queridisima abuela. Y sin pretender atribuirme mayor protagonismo, diría que sus ojos se fijaron en los míos por unos segundos, como si ella también me hubiese reconocido.

   Entonces, al igual que ya hizo conmigo, sus ojos se dirigieron a los de cada uno de los que estaban allí reunidos. Con la simpleza de su circularidad y oscuridad, parecía ocultar una densidad propia de aquellos que con palabras, y simplemente con su juego, podíamos expresar lo que sentíamos. Era como si su mirada fuese capaz de transmitir la inmensidad de una vida entera.

   Sin mayor preámbulo, aquel alado transformó su bello pico en una simple boca humana. Tanto su mandíbula superior como la inferior aparecieron convertidas en dos labios que con su unión ocultaban una lengua rosada. Y para mayor sorpresa, al avance de nuestra incredulidad la paloma empezó a hablar.

¿Qué es el amor sin el convencimiento de ser amado y qué soy yo sin la razón y el ingenio? ¿Qué es la vida sin los sentidos y qué es la memoria sin vida? ¿Qué son las palabras sin mente y qué son las letras sin pluma? —hizo un breve descanso  —Nada. Bien si la nada la entendemos como un universo hecho de todo, e irónicamente al todo como un ente compuesto por la nada.

   Al finalizar, unas lágrimas formaron un irregular sendero bajo sus ojos. Las gotas bajaron lentamente como si fueran ajenas al tiempo, al cruel director de orquesta que dirigía cada corazón de cada ser. Mientras tanto, mi avejentada abuela se quedó mirando frente a frente al pájaro. Sus ojos también llorosos parecieron quedarse observando a un igual, a otra persona que poseía una existencia repleta de historias.

   Y entonces, se volvió pálida. Perdió la fuerza en sus piernas y, con el ser blanquecino, se desplomó en el suelo.

***

   En algún recóndito lugar, lejano al odio y el sufrimiento, donde las ordenes de los dioses eran acatadas por sus siervos, un alma carente de recuerdos llegó desubicada a las puertas del cielo. Más allá de la entrada, una inmensa explanada de tierra se extendía hasta los confines del horizonte, sobrevolada por multitud de palomas que iban de un lado para otro con su bello contoneo, poblando los cielos.

   ¿Donde están los edificios?  —pensó mientras se levantaba con una extraña ligereza. 

   Comenzó a caminar con una vitalidad lejana, como cuando aun era joven. Acarició la tersa piel de su cara, carente de arrugas e imperfecciones, y como si se estuviese viendo en un espejo sonrió con solo imaginarse rejuvenecida.

   Tras dejar de deleitarse con el tacto de su piel, se fijó en la paloma que descansaba frente a ella. Era la misma que había visto en su casa unos instantes atrás. El ave blanca la miró, y comenzó a volar lentamente a ras del suelo. 

   Ella la siguió.

   A lo lejos un pequeño castillo de piedra se elevaba con sus cuatro torres y su gran portón de madera. No había nada a su alrededor. El alado la volvió a mirar, aun con los ojos llorosos, y emprendió el vuelo desapareciendo en la lejanía. 

Cuando pocos metros la separaban del alcázar, las cuerdas que controlaban su disposición comenzaron a rozar los engranajes con celeridad.  La clara madera se movió con sutileza, haciendo que el ruido del mecanismo inundara la inmensidad de las tierras. 

   De su interior un hombre surgió del pequeño patio que se vislumbraba a sus espaldas. No fue cuando terminó de preguntarse por su persona cuando la claridad le permitió ver su rostro, hasta entonces oculto bajo las sombras que proyectaba el alcázar. No se lo podía creer. Era él. Estaba viéndolo caminar hacia ella, y estaba casi segura de que no se trataba de un sueño.  Hacía más de diez años que no lo veía. Hacía una eternidad que su sonrisa únicamente se dirigía a ella a través de viejas fotos. Pero ahí estaba. Su querido marido ¿Cómo se podría olvidar de aquella mirada?

   Ambos empezaron a correr hasta abrazarse. No recordaba cuando había sido la última vez que había corrido con tanta soltura, aunque eso no le importaba. Tenía toda su atención puesta en los  cálidos brazos que se enrollaban bajo sus pechos.

—Ahora ya no podrán separarnos —le susurró al oído 

   







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