La Reconquista de Gran Canaria (El Secreto de los Ochenta Años)



La batalla fue demoledora. Los holandeses asediaron la capital y los Tercios se batieron en retirada atemorizados por la artillería enemiga. Pamochamoso, quien trató de defender la ciudad a capa y espada, huyó colérico y con sed de revancha. Era el comandante de los Tercios, y desde la muerte de Alvarado también el gobernador. Dirigió al ejército hacia los pueblos montañosos de Gran Canaria, y emprendió la marcha por el barranco del Guiniguada, cubierto por ambos flancos del fuego holandés. La historia se repetiría. Llevaría a cabo la misma estrategia usada por los aborígenes isleños en el pasado. Pamochamoso la conocía bien. Venía de una familia con una larga tradición militar, y sabía todas las tácticas de guerra aplicables. Su inteligencia en el campo de batalla era incuestionable, incluso en derrotas como aquella. Si en un último intento por recuperar la ciudad, volvían a verse obligados a la retirada, condenaría a los holandeses a una guerra de guerrillas:

—¡De Torres! —llamó al capitán. El barranco cada vez estaba más escarpado y frondoso. Varios de sus hombres se dedicaron a cortar las ramas de los árboles y los arbustos al frente del grupo —Necesito que te quedes aquí. Sube por el margen derecho del barranco y, cuando nos sigan esos hideputas, emboscadlos. 

De Torres, que se encontraba tan afectado por la toma de la ciudad como el que más, acató las órdenes sin titubear.

—¿Si fallamos moriremos, verdad? —recuerdo que le dijo el alférez Bethecourt al capitán. Aquel chico nunca debió de haberse enlistado en las líneas de su majestad el Rey, pero su ignorancia sobre la guerra y su juventud, lo habían llevado a formar parte de los Tercios.

Pedro de Torres lo miró furioso, como si hubiese cometido el mayor de los pecados capitales. Desenvainó su espada, colocándola bajo el mentón del alférez y, dejando por todo el barranco el sonido del metal saliendo del cinto, repuso:

—Si no lo intentas, te mataré yo mismo. —se dirigió a continuación al resto de nosotros, y vociferó —¡Subid! ¡Por las Españas!

En total, treinta hombres ascendieron por la derecha hasta parapetarse tras unas grandes piedras. Yo, que por aquellos años contaba con escasa experiencia y demasiadas convicciones, estaba muerto de miedo. El silencio cuando Pamochamoso y el resto de nuestros hombres desaparecieron fue insufrible. En mi interior, pensé que el mismísimo demonio había matado a los animales y cortado las ramas para que nos acongojáramos. Recé tantas veces como pude, y el capitán se percató de mis temores.

—Alférez Dieppa, déjese de pedirle a Dios y saque el arcabuz —sin temblarle el pulso, encendió la mecha de su arma, y la determinación de mi capitán me hizo estar más sereno. 

Al tiempo, el cual me pareció eterno, los holandeses aparecieron ante nuestros ojos. Al frente de su ejército, un hombre portaba la bandera de los Países Bajos —naranja, blanca y azul —, y el capitán escupió al verla en una evidente señal de desdén. Bethencourt, que se encontraba a mi lado, se orinó sobre las calzas y, con una palmada, traté de animarlo.

Justo cuando pasaron frente a nuestras narices, no sé si por el olor del orín de Bethencourt o la rabia inaguantable de mi capitán, de Torres dio la señal que estábamos esperando. Elevando poco a poco el tono hasta acabar en un grito que, de haber sido lanzado hacia el cielo, hubiera llegado a Cristo nuestro señor, comenzó diciendo:

—¡Soldados de España! Hoy servís a Dios, al Rey y a la honra de vuestros nombres. ¡Mostrad que sois hijos de los Tercios! ¡Por Santiago, por el Rey y por Cristo!” —y todos nos lanzamos sobre aquellos herejes, dispuestos a recuperar nuestra isla.

En el campo de batalla, todo sucede demasiado rápido. Cuando nos encontramos a una buena distancia para disparar, los arcabuceros apretamos el gatillo haciendo restallar un ruido ensordecedor. Los holandeses nos miraron como si fuésemos la mismísima muerte y, sin darles tiempo a reaccionar, algunos se desplomaron a causa de los disparos. Los que no fueron apuntados, sufrieron la ira de los piqueteros, los cuales cayeron sobre sus cabezas veloces. Causamos muchas bajas, pero tratando de dar el golpe definitivo, a las picas les siguieron los mosqueteros, quienes se encargaron de limpiar el barranco. Los holandeses huyeron despavoridos y, sin perder ni un segundo, de Torres envió a un hombre a reunirse con Pamochamoso.

—Dile que regrese —a lo lejos se oían las espadas chocar entre sí —Vamos a necesitar más hombres para recuperar la ciudad.

Comentarios

Entradas populares