Huérfana de la Libertad
En la llegada a Nueva York, cientos de peces voladores se asustaron con el paso del barco. Se alejaron sobrevolando la superficie del agua y, al sentirse a salvo, se sumergieron de nuevo en el Atlántico. Estaba embobada mirándolos, cuando el sol desapareció durante unos segundos. Miré hacia el otro lado del barco y, junto al resto del pasaje, observé maravillada a la responsable. La corona de La Estatua de la Libertad, solemne e imperturbable, lo había tapado. Era hermosa. Su inmensidad me generaba mariposas en el estómago. En ese instante comprendí que estaba lejos de casa y que, seguramente, no volvería a ver a mis padres en mucho tiempo. Una triste felicidad se apoderó de mi, desgarrándome las entrañas. Debía de estar ilusionada, pero no podía evitar sentirme culpable por alejarme de mi familia. Me pregunté hasta que atracamos si estaba haciendo lo correcto.
Cuando el barco atracó en el puerto de Manhattan, se veía desde la cubierta a todo el personal portuario moviéndose de un lado a otro. Aparecieron hombres que se encargaron de amarrar el barco al puerto, camiones para transportar mercancía y, a lo lejos, se veía a una mujer anotar cosas en una libreta. Seguramente, pensé, sería la encargada de supervisar que el desembarco de mercancía y pasajeros se hiciera correctamente.
—¿Es increíble como funcionan estos puertos del primer mundo, verdad? —me dijo un señor mayor, vestido con un traje y una corbata, y con un sombrero de ala ancha.
Lo analicé con la mirada, mientras se apoyaba a mi lado en la barandilla de la cubierta. No parecía mala persona.
—Sí, es impresionante. Nunca había estado en un puerto tan grande.
—¿Ah, no? —dijo el hombre con asombro — ¿Y qué haces aquí? Si se puede saber…
Sobre nosotros, un grupo de gaviotas parecía inspeccionar el barco en busca de comida. Su graznido hacía eco por todo el puerto.
—Busco la libertad.
Mis palabras le hicieron gracia y, queriendo tener una conversación más profunda, se presentó. Se llamaba Yoel Padrón y era de la Habana, como yo.
—Mi nombre es Aylen Pérez —le contesté.
Estuvimos un rato hablando de Cuba y, cuando cogimos confianza, me comenzó a contar su salida del país:
—Cuando tenía tu edad —empezó diciendo —, salí en un barquito hacia Florida junto a muchos de mis amigos. Fidel Castro nos dejó marchar para hacerle presión al gobierno estadounidense de Jimmy Carter, y todos ansiábamos, como tú, la libertad. Eran los años ochenta… Todo era diferente. Pero, la ilusión la misma que la que tienes tu ahora. Por suerte, en aquellos años Estados Unidos tenía un gobierno menos…
Un golpe metálico se escuchó por todo el barco. Las gaviotas que descansaban en el puerto, emprendieron su vuelo asustadas, y a bordo todos nos miramos desconcertados. El ruido había sido tan fuerte que algunos niños se taparon las orejas, molestos por el estruendo y acongojados por el silencio que se hizo después.
—¿Qué sucede? —dije en voz alta, sin darme cuenta.
En las escaleras que subían de los camarotes, se oyeron decenas de pisadas de botas pesadas. El desconcierto fue mayor. Nuestros cuerpos se tensaron en la cubierta. “Quiénes eran?” “¿Por qué habían entrado en el barco con tanta energía?” El desconocimiento que reinaba en el ambiente me hizo ponerme más nerviosa. Cerca de la puerta que daba a los últimos escalones, una mujer comenzó a gritar auxilio descorazonada. A su alrededor, todos permanecieron callados hasta que, poco a poco, todo el barco pidió ayuda. Era un clamor ansioso. Las pulsaciones se me dispararon. Me abrí hueco entre la gente, hasta que conseguí ver al causante de aquel miedo colectivo. Un grupo de militares antiinmigración apuntaban con sus armas a todo el pasaje.
—¡Cállense inmediatamente! —se escuchó por encima de todo el pánico. —¡Inmigrantes a la derecha y estadounidense a la izquierda! ¡Quien tenga documentación estadounidense a la izquierda! ¡Rápido!
Nadie se movió, hasta que dispararon un tiro al aire.
—¡Rápido! ¿¡No me han oído?! —vociferó de nuevo la misma voz.
Como un rebaño de ovejas guiado por su perro pastor, todos los que llegábamos por primera vez al país nos hicimos a la derecha. Yoel se hizo a la izquierda. Durante toda la detención, no me quitó los ojos de encima. Se le veía preocupado. Dirigiéndose al grupo de inmigrantes, el hombre que nos había ordenado movernos nos pidió la documentación. Era alto, muy fuerte y tenía una barba inmensa. Sobre su traje militar, llevaba un chaleco antibalas. “¿Por qué nos la está pidiendo?”, pensé con rabia, “sabe que no la tenemos”. Al terminar la ronda de preguntas, se rió victorioso. Lo había hecho para aumentar su orgullo. Había cazado a quienes tenía que cazar.
Rompiendo el silencio, un chico que rondaría la veintena dio un paso al frente.
—¿Quiénes se han creído que son para tratarnos así? ¡Sinvergüenzas! —les dijo colérico. Escupió a los pies de Montana, que era el militar que nos había ordenado movernos, y lo desafió con la mirada.
—¿Yo? —rió — Un estadounidense con papeles — y, encarándolo, lo tiró al agua de un empujón.
Algunas mujeres lloraron apenadas.
Yoel se acabó marchando del barco con los ojos llenos de lágrimas. Nos miramos todo el tiempo. Fue la última vez que lo vi. Los militares se fueron al rato, tras ordenarle al capitán que regresara a Cuba y, de nuevo, vi a aquella inmensa estatua convirtiéndome en huérfana de la libertad.
Muchas gracias, Ulises, por participar con este relato en el homenaje a Carmen Martín Gaite. Mucha suerte.
ResponderEliminarHola, Ulises, ¡qué triste final! Y qué bonita imagen te ha quedado con la paradoja sobre la estatua de la libertad. La realidad pura y dura, por desgracia, en Estados Unidos, aquí y en otros países. Parecemos "dos mundos" enfrentados. Como digo, la realidad.
ResponderEliminarUn abrazo. :)