Andaba contemplando los altos pinos del pueblo donde crecí recordando cuando, al ser todavía un crío, creía mías aquellas montañas. Sentía, entonces, que no había otro entorno capaz de acogerme, otro paraje en el que poder experimentar la acogedora satisfacción de sentirme como en casa y creer que sería eterno. Como un niño que era, nunca imaginé que llegaría el momento en el que tocaría marcharme: cerrar los ojos, volver a abrirlos y, tal y como si hubieran sufrido una vida, observar de otra manera la realidad. No de una manera más real ni verdadera, sino de una en la que comprendes que no todo es tal y como te lo habían contado hasta el momento y, por suerte o por desgracia, te replanteas tus actos, quizás, más de lo que deberías. Como no podía ser de otra forma, aquella mañana llegó camuflada en la rutina antes de lo que la esperaba. Tocó a la puerta y se presentó bruscamente, entrando sin pedir permiso, y negándome el derecho a preguntar por su persona.
Una parte de mi había cambiado mucho desde aquel día. No a peor, ni tampoco a mejor. Simplemente, hubieron ideas que entraron en mi para no salir, para madurar en mis entrañas y hacerme cambiar junto a ellas. Viví más la vida, aprendí a tener espíritu crítico, reflexioné cuando tuve que hacerlo, y me enfadé únicamente cuando era necesario.
Una parte de mi había cambiado mucho desde aquel día. No a peor, ni tampoco a mejor. Simplemente, hubieron ideas que entraron en mi para no salir, para madurar en mis entrañas y hacerme cambiar junto a ellas. Viví más la vida, aprendí a tener espíritu crítico, reflexioné cuando tuve que hacerlo, y me enfadé únicamente cuando era necesario.
A lo lejos, en un valle, unas luces daban oportunidad a unas cuantas casas, modestas y pequeñas, de lucirse junto a las estrellas. Siempre –observé con curiosidad– habían sido de la misma manera. Lo único que había cambiado a su alrededor era la vegetación que la rodeaba tal y como si, en un acto de humildad, la vida les hubiera concedido el poder de la eternidad, mientras las condenaba a estar más en contacto que nunca con la realidad. Nadie las había pintado ni reestructurado, evitando que perdieran su esencia y se transformaran en quién no eran. Llevaban casi la mitad de un siglo viendo como aquellos que la habitaban se iban para no volver, así como vislumbraban, con cierta discreción, como transcurría el paso del tiempo y sus fachadas se iban deteriorando. En ese momento, pensando en mi tristeza, me dije a mi mismo que no conocía el verdadero sufrimiento. Al menos no mientras aquellas casas siguieran existiendo y pidiendo auxilio a través de su pintura caída. Al menos no mientras siguiera teniendo la oportunidad de verlas con mis propios ojos.
Llegando al final del camino tenía las respuestas a muchas preguntas que, al comienzo, ni siquiera sabía plantear. Al volver a ver aquel lugar, siempre presente en mí de alguna manera, me encontré de nuevo entre el caos de la lejanía y la sinrazón de la que había sido víctima. Con suerte, algún día regresaría perdido y, al ver las casas de nuevo, sabría como dirigir mi caminar y afrontar la vida tal y como ella nos afronta a nosotros. Aceptando el caos expectante.
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