Miré a mi alrededor y pensé que debía haber vuelto a nacer. Todo lo que había aprendido se había quedado reducido a la inexistencia: mis gestos, mi risa, mi mirada... Llegué a creer que estaba muerto, y la indiferencia de quienes me rodeaban eran imaginación de los últimos resquicios de mi mente. Incluso su sonrisa, vista entre el caos, supuse que seria la forma en que la vida se despedía de mi. La forma en que el mundo te hace sentirte con ganas de volver a resurgir. Aquella cara y aquellos ojos eran el ejemplo de lo que nunca tendría, bien si su recuerdo me daba esperanza por que siempre me acompañase a donde me tocara ir. No todo estaba muerto, pese a que, por dentro, no me quedaban ganas de volver a vivir. La vida se había desvanecido y, con ella, a una nueva persona le tocaría sufrir, y, a mi, por suerte, comenzar a ser feliz.
Un día sentí brillar una estrella y supe que nunca me dejaría. Miré al cielo, triste y desilucionado, y al ver su luz sabía que estaba a salvo, que no había motivo para dejar de ser feliz y tener miedo. En ese instante pensé en que las estrellas mueren y, aún así, se las sigue viendo desde muy lejos. Sólo si cerramos los ojos las dejamos de percibir. Sólo si nos negamos a mirar hacia arriba dejarán de existir. Pues, aún cuando nos cueste entender la distancia, la horrible y traicionera lejanía, debemos comprender que somos polvo de estrellas que también aporta luz. Somos los guías de esos astros que nos buscan y a los que miramos por las noches, diciéndoles dónde estamos. Quizás, haya quién piense que esté loco, pero, como si el dolor me hubiera dado un superpoder, yo podía distinguir mi estrella del resto. No temía perderla. No temía que un día mirara al cielo y ya no estuviera porque, desde que la vi por primera vez, su luz ya había penetrado en mí. Me h...
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