El sol se ocultó. Despareció del horizonte demasiado pronto. Se esfumó sin solemnes despedidas, sin avisar al menos antes de su adiós. No tenía reloj que me diera la hora certero. Tampoco me avisaron de que fuera necesario tenerlo. Lo comprobé aquel día, cuando en la oscuridad lloré sin querelo. Entendí la necesidad de disfrutar los fugaces instantes de calor, antes que las manecillas nos lo arrebatasen sin compasión. Hacía frío. También llovía y, entre las gotas, el llanto se camuflaba en su camino al piso, como un hilo fino. Ni siquiera la tierra reconoció mi quejido. Eso fue lo que más me dolió. Pues siempre supuse que bajo mis pies se distinguiría que estaba roto. Pero no. Jamás ocurrió. Jamás sucedió que me rescataran del duelo. Jamás viví esa salvación. Quería gritarlo, también mostrarlo. Pero, ¿merecía la pena intentarlo? Al final, comprendí que era mejor no hacerlo. Entendí que cada uno tenía su momento. Comprendí que cada uno vivía su amanecer y su anochecer, y nadie iba a detener su tiempo. Nadie pensaba más que en sí mismo. Nadie me prestaría su sol. Nadie me vería en mi rutinaria vida sin sentido. "Lo siento", le grité al cielo. Sin embargo, ya la luna nos miraba causándonos dolor. A pesar de todo, ni la noche se iría ni los llantos tampoco. Así era la existencia, supongo. Así era como todo debía de ser, hasta que un nuevo amanecer se presentase aliviador. Era todo como la oscuridad quería, pues entonces era ella la que tenía el control. Solo entonces estaba a merced de la trágica noche con su frío siniestro. Solo entonces no encontraría salida al dolor que estaba sintiendo.
Pensé bajo aquella sombrilla que quizás era una bobería. El bullicio de la gente a mi alrededor había acabado por convertirse en un silencio del todo agradable. Únicamente se escuchaban las hojas movidas por el viento, y algún que otro pájaro de vez en cuando. En ese momento, pensaba en la ridiculez de mis pensamientos. Todas la personas que caminaban a mi alrededor eran momentáneas, al igual que mis intenciones por entablar una conversación con una chica que tenía a mi vera. Al día siguiente, seguramente, no la volvería a ver. El camarero llegó a mi mesa sudoroso. Se debía de haber pasado la mañana trabajando, pensé. Pedí la comida, unos espaguetis a la boloñesa, y volví a mirar a aquella chica. Era realmente guapa. Me pareció que hablaba en alemán, como muchas de la personas de aquel restaurante, y me fije en su melódica pronunciación. Sus amigas, sentadas frente a ella, la miraban con entusiasmo. Hablaban de lo que parecía ser una situación graciosa, por lo que me dejaba en
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