El pueblo era un lugar silencioso. Siempre lo había sido desde que Arturo tenía conciencia. Había ido en dos ocasiones a la ciudad, cuando su madre debía poner en regla unos documentos, y no recordaba haber escuchado tanto ruido como aquel entonces. Desde ese día, aquella atmosfera misteriosa y acallada en la que vivía le habia comenzado a extrañar. Las casas del pueblo eran cuevas arregladas para su habitabilidad, convertidas en un símbolo turístico, y pintadas de blanco. Toda una ladera de la montaña estaba repleta de caminos rocosos con pendiente, flanqueados por pequeños huertos que servían de entrada a las viviendas. Una mañana, fría como de costumbre, tocó la campana de Bonilla para ir a comprar el pan. Siempre se acompañaban el uno al otro a la panadería, situada en el pico de la montaña: —¿Qué tal, Arturito? ¿Te enteraste de lo que pasó anoche? — le dijo, saliendo de su casa con la bolsa que le daba su madre para meter las barras. —¿Tuviste ya la cita con Laura? —trató de adivi
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