La mañana dio comienzo
al son de una melodía de trompetas que, causando aires de grandeza en los más
patrióticos, retumbaba por todo el paseo. Una fila de soldados apareció desfilando bajo
la atenta mirada de los espectadores que, en sus manos, hacían hondear banderas
del partido. Vaya espectáculo, diría, entre lágrimas, el más fanático.
Izquierda, derecha, izquierda, derecha… los pasos parecían cobrar fuerza a cada
segundo. Mientras tanto, el nuevo jefe de estado saludaba a sus subordinados
desde el balcón del palacio presidencial. Meras formalidades. Seguramente, de
no ser porque la larga tradición lo obligaba a estar allí presente, se
encontraría en su flamante salón, aprovechando las ventajas de su nueva vida
¿Quién no? Aunque, como en todo debate que se abra entorno a una figura tan
delicada como la de un presidente, siempre habrá quién niegue, coléricamente,
su goce, en una hipotética vida, fundado en el sudor de los demás. No lo
criticamos. Volviendo a la realidad en la que nos encontrábamos, en un abrir y
cerrar de ojos las tropas desaparecieron, llevándose consigo el estimulante
sonido de la marcha. La gente dejó de levantar las banderas por todo lo alto, y
tanto el primer ministro, como los espectadores, retomaron sus vidas.
Sara Calloway murió el cinco de enero del año dos mil ochenta y siete, entre remordimientos y penas. Tenía ochenta y cuatro años cuando abrió por última vez los ojos de aquel cuerpo repleto de arrugas, ojeras y marcas de una vida cargada de dificultades. El día de su fallecimiento, sus cuatro hijos lloraron desconsolados su muerte frente a la cama del hospital, pensando más en los momentos que no tuvieron junto a su madre que en los pocos recuerdos felices que disfrutaron a su lado. «Que dura ha sido la vida», repetía Margarita, la cuarta de ellos, apesadumbrada. Estaba empapada en sudor y las lágrimas no se distinguían de los goterones que emanaban de su frente. Aquellas palabras cargaban mucho dolor, pero también desesperación y rabia. En un último intento, trataba de hacérselas llegar a su madre, rindiéndose ante el reloj, el cual mantuvo su orgullo tan alto que le impidió sincerarse alguna vez sobre la crudeza de su vida. Cuando minutos más tarde se llevaron a su madre y sus herma
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