Era curioso pensar en el pasado. Nadie sería capaz de
imaginar lo que ambos habían vivido. A veces, incluso los dos hermanos se
sorprendían al recordar historias que, en su día, llegaron a parecer totalmente
descabelladas. Y, sin embargo, no se arrepentían de nada. Ni siquiera
encontraban algún resquicio de resignación en el campo. Ese que tanto les había
dado y al que tanto le habían dado. Trabajaron de sol a sol, bajo la lluvia y
el cielo azul. Nada ni nadie los había conseguido detener. Y si a algo les debían
la vida, antes incluso que a sus propias manos, eran a aquellos pequeños discos
que cultivaban de la tierra cuyo sabor había alimentado a sus familias, y bajo
el cual se había protegido cuando la tormenta irrumpía. ¿Qué sino les hubiese
acogido? Benditas lentejas.
Sara Calloway murió el cinco de enero del año dos mil ochenta y siete, entre remordimientos y penas. Tenía ochenta y cuatro años cuando abrió por última vez los ojos de aquel cuerpo repleto de arrugas, ojeras y marcas de una vida cargada de dificultades. El día de su fallecimiento, sus cuatro hijos lloraron desconsolados su muerte frente a la cama del hospital, pensando más en los momentos que no tuvieron junto a su madre que en los pocos recuerdos felices que disfrutaron a su lado. «Que dura ha sido la vida», repetía Margarita, la cuarta de ellos, apesadumbrada. Estaba empapada en sudor y las lágrimas no se distinguían de los goterones que emanaban de su frente. Aquellas palabras cargaban mucho dolor, pero también desesperación y rabia. En un último intento, trataba de hacérselas llegar a su madre, rindiéndose ante el reloj, el cual mantuvo su orgullo tan alto que le impidió sincerarse alguna vez sobre la crudeza de su vida. Cuando minutos más tarde se llevaron a su madre y sus herma
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