Rumbo a Trípoli
Gregorio me había dicho que siempre diera los buenos días. No
importaba si era a un abuelete que apenas podía caminar o a un niño
pequeño, incapaz de comprender que, detrás de mi amabilidad, se
escondía una clara intención de obtener dinero. Él siempre me daba
buenos consejos. La vida como mendigo era dura, pero con Gregorio a
mi lado todo se hacía mucho más ameno. Un día de verano, cuando el
calor nos tenía llenos de sudor y suciedad, nos encontrábamos bajo
la entrada de un almacén en el puerto. Allá no pasaba mucha gente,
y estábamos a salvo de las gamberradas de los niños y algunos loco
que, sin haberles siquiera pedido nada, nos pegaban y robaban lo poco
que teníamos. A mitad de la tarde, un hombre que parecía tan
mendigo como nosotros pasó caminando enfrente nuestra, y Gregorio me
dio un codazo para que dijera las palabras de cortesía: “Buenos
días, señor”, añadí mirándolo a los ojos. “El contacto
visual es crucial”, me repetía Gregorio una y otra vez, “...así
ven lo puta que es la vida con nosotros”. Aquel hombre, sin
embargo, ni nos miró. Pasó de largo sin inmutarse ante nuestra
presencia y, cuando todo parecía perdido, se paró en seco, miró al
frente, como si estuviera reflexionando, y se dio la media vuelta.
一Ahí
viene 一murmuró Gregorio
El
hombre se detuvo delante de nuestras caras y se agachó,
analizándonos de arriba a abajo. En ese instante, temí lo peor. El
cuerpo entero se me tensó.
一Creo
que he encontrado lo que estaba buscando 一nos dijo, tal y como si
estuviera pensando en voz alta.
一¿Qué
estaba buscando? 一pregunté con tanto miedo que, seguramente, se me
tuvo que entrecortar la voz.
一A
vosotros 一respondió.
Gregorio
y yo nos miramos confundidos.
一¿¡Qué
quiere de nosotros?! 一vociferó mi querido amigo mendigo, enfadado al
temerse que aquel hombre no nos iba a dar dinero.
El
hombre se levantó, miro alrededor, y nos reveló que estaba buscando
marineros para su barco. “Vais a ser piratas”, continuó. “Os
daré comida, una cama donde dormir y un baño para que os aseéis,
pero no podéis contárselo a nadie. ¿Queda claro?”
Antes
de que pudiera decir nada, Gregorio ya le había dicho que sí a
aquel hombre de piel morena, con una gran barba descuidada y un puro
en la boca. “Hay trato, queda claro”, le confirmó.
El
barco a donde nos llevó era enorme, muy parecido a un carguero. Tras
darnos una ducha que nos quitó la porquería de encima, aquel hombre,
que decía llamarse Horacio, nos llevó a un gran comedor. La sala
estaba llena de mesas y, tras un gran ventanal, se distinguía a un
grupo de cocineros friendo y cortando verduras. El olor hizo que nos
salivara la boca al instante. Nuestras barrigas rugieron encandiladas
por la presencia de comida, y Gregorio y yo nos miramos con una
sonrisa de oreja a oreja. Del techo colgaban varias lámparas de
araña y, cuando volví a bajar la mirada, dos platos de pescado con
verduras y papas fritas reposaban sobre dos bandeja que nos traía un
cocinero. Horacio se sentó frente a nosotros en una de las mesas,
observándonos comernos aquellos platos con la ansiedad de quienes,
desde hacía años, no sabían lo que era el aroma de un plato
caliente.
一Espero
que os haya gustado 一dijo muy amablemente.
“Ahora,
os contaré por qué os he traído aquí”, nos anunció, con una
sonrisa casi tan grande como la que Gregorio y yo teníamos hasta
hacía un momento, “...mañana asaltaremos un barco griego frente a
las costas de Trípoli, en Libia. Llevamos meses planeando este
asalto y todo debería de ir según el plan. No os preocupéis por
nada. Vuestro trabajo consistirá en robar la carga de los
contenedores y meterla dentro de nuestro barco. Muy sencillo. El
resto del equipo controlará a los marineros y al capitán del barco
griego. ¿Queda claro?”
一Claro 一respondimos a la vez.
A la
mañana siguiente, y tras pasar durmiendo la noche en un camarote,
una alarma resonó por todo el barco. De todos los camarotes del
pasillo comenzaron a salir marineros con ametralladoras y fusiles, y
se dirigieron a la salida. Gregorio, que estaba en la habitación de
al lado, me miró con la cara de quién está cumpliendo un sueño, y
yo, que hasta hacía menos de un día carecía de motivaciones y
planes en la vida, le devolví la misma ilusión. Al llegar a la
cubierta, otro carguero lleno de contenedores se encontraba junto a
nosotros. Nadie parecía caer en la presencia de Gregorio y yo, pero
no nos importó. Estábamos disfrutando el momento. Más allá del
carguero que íbamos a asaltar, se veía la ciudad de Trípoli con su
gran puerto, y algunas gaviotas sobrevolaban los barcos. Una trompeta
resonó justo cuando disfrutaba de aquellas vistas, y varios hombres
desplegaron grandes tablas de metal que conectaron ambas
embarcaciones.
一¡Al
abordaje! 一gritaron todos en el barco mientras corrían,
ordenadamente, por las tablas. Cuando llegó nuestro turno, me sentí
como si fuéramos dos personajes de película.
El
trabajo fue sencillo. Como otros, abrimos los contenedores y
transportamos el cargamento de un lado a otro. Al principio, vimos
como algunos marineros se dirigieron rápidamente al puesto de
control, donde se encontraba el capitán de aquel barco griego, pero
nunca supimos que pasó ni con él ni con su tripulación. Tampoco
nos importó en ese momento ni cuando, tras saquear el barco, nos
dirigíamos a otro punto del mapa que desconocíamos y, tal y como
Horacio nos anunció, nos volvería a llenar los bolsillos de
riquezas.
Hola Ulises sin duda la suerte de los protagonistas cambio. Deseando saber que mas aventuras les espera. Un abrazo.
ResponderEliminarEstupendo, Ulises. Un relato que combina picaresca y piratería muy ameno y muy bien armado.
ResponderEliminarHola Ulises. Un final abierto que bien podría indicar el comienzo de una interesante historia. Aunque las riquezas fáciles suelen acarrear a la larga más disgustos que alegrías. Un abrazo.
ResponderEliminarHola, Ulises, podríamos decir que tu protagonista defiende la piratería porque se les estaba dando bien, jeje, no sé qué pensarían los del otro barco...
ResponderEliminarUn abrazo. 🤗