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Vagabundos

   Desde la lejanía, dos figuras se veían apoyadas en la barandilla observando la inmensidad del mar. Las olas impactaban con fuerza sobre las rocas mientras, más allá del risco, la luna se reflejaba en el agua. De vez en cuando, al otorgar la marea el protagonismo al tiempo, el viento dejaba sentirse con un agudo silbido, rozando la delgada barra de metal que se extendía por toda la avenida. 

   Recuerdo la tranquilidad del lugar. En ese momento, unos minutos antes de llegar a donde la pareja de vagabundos miraba plácidamente a las olas, caminaba centrado en los desafortunados momentos de la vida. Pensaba en la soledad pasajera, la felicidad momentánea y el éxito inalcanzable. La aleatoriedad de la tristeza me había llevado a dejar libres mis pensamientos por el camino ¿Acaso no era más que un simple ser? ¿Acaso no sentía como todos? ¿Acaso me estaba volviendo loco?

   Ahora no dejo de acordarme de la mujer y el hombre que vi aquella noche. Estaban sucios y visiblemente cansados, pero se tenían el uno al otro. Sus sonrisas lo decían todo. No había ofensa capaz de derrumbarles. Solo la muerte tenía el descabellado poder de acabar con ambos. Y si bien había pasado unos días sumido en la oscuridad, aquellos dos despertaron la curiosidad en mí otra vez.
   
Tiempo después, cuando mis piernas se cansaron de seguir alejándose del hogar, regresé sobre mis pasos. La interminable avenida perdió entonces su misterio. No había nada en lo que no hubiese detenido antes la mirada y ya me hubiese encandilado con su belleza. Sin embargo, allí se hallaba la pareja otra vez, a la orilla de una playa cercana a donde estaban antes.

  El hombre dejó a la mujer tumbarse en una pequeña colcha, y la tapó con una manta descolorida por el paso del tiempo. Ella, preocupada, no estaba conforme sabiendo que él iba a pasar la noche despierto, vigilando que no le ocurriera nada. Nunca se sabía qué clase de personas podría llegar a verlos. Y, en caso de que algún loco se les acercase, no sería la primera vez que alguien intentase hacerles daño. Aunque, finalmente, alentada por el deseo del sueño, cayó rendida entre los brazos de Morfeo.

   A partir de esa misma noche, no encontré cabida al sufrimiento. Ni siquiera alcancé a reunir las fuerzas necesarias para evitar sonreír y caer en las trampas del dolor. Porque, después de ver aquellos rostros dichosos surgidos de las más vacías de las causas, entendí que no había razón para no hallar una mota de felicidad. Para resignarse a vivir en el olvido.
  

 
  

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