Solo suenan disparos. No hay paz. No hay tregua. El campo otrora silencioso ahora es dolor y guerra. Los girasoles que miraban al sol ya no saben a qué dirigirse para seguir viviendo y, mientras esperan, van muriendo. La niebla se ha hecho con el control. El amanecer era cosa del pasado. El anochecer solamente simboliza la oscuridad, pues incluso la luna y las estrellas se han perdido. Millones de partículas inundan el cielo y ninguna parece tener la respuesta. El mundo se ha vuelto loco. Y el loco ha pasado a representar a todo el mundo. Ni llorar calma ni cantar alegra. Llamen a dios, necesito una tregua. Llamen a dios, necesito una respuesta. ¿Es que nadie se ha dado cuenta?
Sara Calloway murió el cinco de enero del año dos mil ochenta y siete, entre remordimientos y penas. Tenía ochenta y cuatro años cuando abrió por última vez los ojos de aquel cuerpo repleto de arrugas, ojeras y marcas de una vida cargada de dificultades. El día de su fallecimiento, sus cuatro hijos lloraron desconsolados su muerte frente a la cama del hospital, pensando más en los momentos que no tuvieron junto a su madre que en los pocos recuerdos felices que disfrutaron a su lado. «Que dura ha sido la vida», repetía Margarita, la cuarta de ellos, apesadumbrada. Estaba empapada en sudor y las lágrimas no se distinguían de los goterones que emanaban de su frente. Aquellas palabras cargaban mucho dolor, pero también desesperación y rabia. En un último intento, trataba de hacérselas llegar a su madre, rindiéndose ante el reloj, el cual mantuvo su orgullo tan alto que le impidió sincerarse alguna vez sobre la crudeza de su vida. Cuando minutos más tarde se llevaron a su madre y sus herma
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