El sol se ocultó. Despareció del horizonte demasiado pronto. Se esfumó sin solemnes despedidas, sin avisar al menos antes de su adiós. No tenía reloj que me diera la hora certero. Tampoco me avisaron de que fuera necesario tenerlo. Lo comprobé aquel día, cuando en la oscuridad lloré sin querelo. Entendí la necesidad de disfrutar los fugaces instantes de calor, antes que las manecillas nos lo arrebatasen sin compasión. Hacía frío. También llovía y, entre las gotas, el llanto se camuflaba en su camino al piso, como un hilo fino. Ni siquiera la tierra reconoció mi quejido. Eso fue lo que más me dolió. Pues siempre supuse que bajo mis pies se distinguiría que estaba roto. Pero no. Jamás ocurrió. Jamás sucedió que me rescataran del duelo. Jamás viví esa salvación. Quería gritarlo, también mostrarlo. Pero, ¿merecía la pena intentarlo? Al final, comprendí que era mejor no hacerlo. Entendí que cada uno tenía su momento. Comprendí que cada uno vivía su amanecer y su anochecer, y nadie iba a detener su tiempo. Nadie pensaba más que en sí mismo. Nadie me prestaría su sol. Nadie me vería en mi rutinaria vida sin sentido. "Lo siento", le grité al cielo. Sin embargo, ya la luna nos miraba causándonos dolor. A pesar de todo, ni la noche se iría ni los llantos tampoco. Así era la existencia, supongo. Así era como todo debía de ser, hasta que un nuevo amanecer se presentase aliviador. Era todo como la oscuridad quería, pues entonces era ella la que tenía el control. Solo entonces estaba a merced de la trágica noche con su frío siniestro. Solo entonces no encontraría salida al dolor que estaba sintiendo.
Sara Calloway murió el cinco de enero del año dos mil ochenta y siete, entre remordimientos y penas. Tenía ochenta y cuatro años cuando abrió por última vez los ojos de aquel cuerpo repleto de arrugas, ojeras y marcas de una vida cargada de dificultades. El día de su fallecimiento, sus cuatro hijos lloraron desconsolados su muerte frente a la cama del hospital, pensando más en los momentos que no tuvieron junto a su madre que en los pocos recuerdos felices que disfrutaron a su lado. «Que dura ha sido la vida», repetía Margarita, la cuarta de ellos, apesadumbrada. Estaba empapada en sudor y las lágrimas no se distinguían de los goterones que emanaban de su frente. Aquellas palabras cargaban mucho dolor, pero también desesperación y rabia. En un último intento, trataba de hacérselas llegar a su madre, rindiéndose ante el reloj, el cual mantuvo su orgullo tan alto que le impidió sincerarse alguna vez sobre la crudeza de su vida. Cuando minutos más tarde se llevaron a su madre y sus herma
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