Yo vi esa sonrisa. La miré embobado, mientras la sentía como mil caricias. Era única. Entonces, solo era mía. Y si. Puede sonar egoísta, algo propio de alguien narcisista, pero amaba que fuera exclusiva. Amaba que solo despertara cuando sus ojos me miraban. Amaba su peculiar hoyuelo, y los mofletes besarlos cada día. Su olor era lo que me conquistaba. Pues, al despertar cada mañana, era lo primero que percibía. Antes de abrirlos ya sabía que estabas al lado mía. Sabía que te encontraría. Y con una sonrisa te miraba, aunque estuvieras dormida. Un día, junto a mí ya no te levantabas. Te perdí, como quien deja atrás una avenida, una estación, una vida... Te marchaste lentamente, dando diminutos pasos como de hormiga. Al principio, yo ni lo sabía. Quizás, no quisiese aceptar que te ibas. Pues, durante semanas, trataba de convencerme cada día de que me querías ¿Acaso eso lo había dudado algún día? ¿Acaso me había permitido la locura de ponerte en duda mientras mi corazón latía? Jamás. Ni si quiera me lo replantearía. Pero ahora... ¡Ay que haría yo si no te mirara con otros ojos, otra nariz, otra sonrisa...! Y es que si siguiera siendo el de ayer, sin tu olor, tu mirada ni tus caricias mi vida ya no valdría.
Sara Calloway murió el cinco de enero del año dos mil ochenta y siete, entre remordimientos y penas. Tenía ochenta y cuatro años cuando abrió por última vez los ojos de aquel cuerpo repleto de arrugas, ojeras y marcas de una vida cargada de dificultades. El día de su fallecimiento, sus cuatro hijos lloraron desconsolados su muerte frente a la cama del hospital, pensando más en los momentos que no tuvieron junto a su madre que en los pocos recuerdos felices que disfrutaron a su lado. «Que dura ha sido la vida», repetía Margarita, la cuarta de ellos, apesadumbrada. Estaba empapada en sudor y las lágrimas no se distinguían de los goterones que emanaban de su frente. Aquellas palabras cargaban mucho dolor, pero también desesperación y rabia. En un último intento, trataba de hacérselas llegar a su madre, rindiéndose ante el reloj, el cual mantuvo su orgullo tan alto que le impidió sincerarse alguna vez sobre la crudeza de su vida. Cuando minutos más tarde se llevaron a su madre y sus herma
Comentarios
Publicar un comentario