Ir al contenido principal

La Ciudad Contaminada (1ª Parte)

 
Estamos perdiendo nuestro planeta. Cada día se hace más usual ver en la televisión nuevas olas de calor, nuevas especies extinguidas, nuevas muertes a causa de lo que nosotros mismos hemos creado ¿Qué vamos a hacer para solucionarlo?

-------------------------------------

   Más allá de la pradera, la ciudad se veía bajo una cúpula de contaminación grisácea. Las chimeneas de las fábricas lanzaban litros de dióxido de carbono al aire; los animales hacía tiempo que se habían muerto a causa de las enfermedades; y la tierra yacía yerma, sin plantas ni ese color verdoso al que todos nos gusta mirar cuando nos cansamos de vivir entre grandes bloques de hormigón. Lejos de allí, sin embargo, la naturaleza seguía su curso, tal y como si nunca hubiese estado peligrando por la aparición del ser humano.

El día en que la cúpula se volvió impenetrable, Anselmo Quevedo había salido a pescar a un lago no muy lejos de la ciudad Se había puesto en marcha, equipado con dos cañas de pescar, unos señuelos y un pequeño cubo viejo marcado por el paso de los años, andando  por un camino de tierra que le recordaba, no sin cierta melancolía, todas las aventuras que había vivido en la juventud. Desde su primer día de pesca, se había reservado todos los sábados hasta su muerte; al igual que hizo su abuelo, muerto tras una vida de penurias, y su padre, fallecido hacía unos cuantos años de cáncer de pulmón, cuando en su niñez se vieron enamorados del mismo lago y sus hermosas vistas.

Alrededor de las aguas, tres montañas se elevaban abruptamente, adornando el paisaje con sus árboles centenarios y su colorida vegetación. Su bisabuelo, un amante de la naturaleza, había dicho una vez que aquel paraje era como una cárcel. Decía que las montañas eran como gruesas paredes que impedían ver el sol. Aunque,  no tardaba en decir que tenían una hermosura desconcertante.

«Y no le faltaba razón »

Pues en ese momento, mientras se montaba en el bote, se sintió preso de la libertad. Le inundó la sensación de soledad que, a su vez, lo llevaba a creerse invencible, ajeno a los tiranos y su tiranía. Se preguntó si él sentiría lo mismo, si también percibía aquel lugar como una cárcel en la que se sentía más libre que en cualquier otro lugar, como si el resto del mundo fuese la verdadera prisión.

Bajo el sol mañanero y acompañado por una leve brisa, se sentó sobre su pequeña barca, aguardando plácidamente el momento en el que una de las cañas se tensara. A ambos lados se hallaba una apoyada en los costados, preparadas para enfrentarse contra cualquier bestia marina, pese a que, hasta entonces, ninguna se había atrevido a desafiarlo. Algunos por propia experiencia, y otros, más jóvenes, por la temerosa mirada de los  mayores que, si como especie hubiesen estado dotados de la habilidad del habla, le habrían advertido a gritos el peligro que corrían. Pero no había sido así. Y, por desgracia, un pequeño pez de rayas anaranjadas terminó siendo presa de la tecnología humana. La caña del costado derecho se tensó, moviendo levemente la barca que estaba anclada al fondo marino.

   ㅡ ¡El primero del día! ㅡ dijo levantándose entusiasmado

Comenzó a hacer girar el carrete, mientras el eco de la bobina al girar se propagaba por todo el lago. El pez se resistía con fuerza, aleteando sin parar y haciendo perder las esperanzas a su contrincante.  Tiró de la caña en un último intento, con una sacudida digna de un experto, y el pez anaranjado se dejó llevar por el estremecimiento. Una batalla peleada. Cogió el trofeo con las manos, con cuidado de que no se cayese, y lo metió en el cubo lleno de agua.

Tras varias sacudidas, Anselmo volvió a dejar todos los peces en el lago. Observó alguno antes con gran admiración, y luego se despidió uno por uno con una sonrisa. Satisfecho por su resistencia.

Al regresar a tierra firme con la embarcación, ató la barca a un árbol y recogió sus cosas con cuidado de no dejar nada tirado. No quería ser un aliado de la muerte. Sobretodo al ver el agua tan limpia. Aparentemente ajena a la barbarie. Volvió a la ciudad por donde había venido, siguiendo sus pasos para entretenerse. A medida que iba avanzando, todo per día color. El verde se transformó en un apagado marrón, y el azul en un gris ennegrecido. Hasta que se dio de bruces contra lo que parecía una pobreza insuperable. Era como si la contaminación se hubiese solidificado. No se veía nada a través de la cúpula. No podía llegar a la ciudad.

La cúpula ya se había formado...







Comentarios

Entradas populares de este blog

La Disculpa de Sara Calloway

 Sara Calloway murió el cinco de enero del año dos mil ochenta y siete, entre remordimientos y penas. Tenía ochenta y cuatro años cuando abrió por última vez los ojos de aquel cuerpo repleto de arrugas, ojeras y marcas de una vida cargada de dificultades. El día de su fallecimiento, sus cuatro hijos lloraron desconsolados su muerte frente a la cama del hospital, pensando más en los momentos que no tuvieron junto a su madre que en los pocos recuerdos felices que disfrutaron a su lado. «Que dura ha sido la vida», repetía Margarita, la cuarta de ellos, apesadumbrada. Estaba empapada en sudor y las lágrimas no se distinguían de los goterones que emanaban de su frente. Aquellas palabras cargaban mucho dolor, pero también desesperación y rabia. En un último intento, trataba de hacérselas llegar a su madre, rindiéndose ante el reloj, el cual mantuvo su orgullo tan alto que le impidió sincerarse alguna vez sobre la crudeza de su vida. Cuando minutos más tarde se llevaron a su madre y sus herma

La belleza que permanece...

 Moses estaba sentado en la sala de espera del hospital. Los sillones de cuero rojo y las dos neveras que ocupaban el lugar estaban iluminados, exclusivamente, por las luces frías del techo. A través de las ventanas reinaba la oscuridad. El cielo se veía tan negro como Moses pensaba en ese momento su futuro. Nunca se había planteado un mañana sin su abuela. A decir verdad, ni siquiera se había imaginado viviendo durante demasiado tiempo alejado de ella. Una lágrima le corrió por la mejilla.  «Deja de pensar», se reprendió mientras sentía cómo su corazón se desmigajaba.  Entonces, una enfermera con cara de haber trabajado más horas de las que debería, se acercó a él. Se sentó a su lado y se quitó la cofia.  — ¿Sabes una cosa? -añadió con la determinación de quien había vivido la misma catástrofe mil veces y, pese a todo, aún le quedaba la ternura del alma  — Cada semana veo a gente morir. Algunas, soy testigo del final de la vida cada día. Pero, desde hace unos años, no pienso en toda l

La Raza de Oro

 De la tierra brotó un hombre. Aparecían cada cierto tiempo alrededor de la aldea, repleta de cabañas de bambú. Nadie había visto las semillas de la creación. Tampoco les importaba. Le llamaron Zeus. Entre el gentío que se reunió, curioso al verlo llegar de entre la vegetación, alguien mencionó el nombre. Nadie lo había escuchado antes. Tampoco les importaba de dónde había surgido. Festejaron durante el día y la noche. Bailaron al son de las palmas en el centro de la aldea,  reservado para los eventos sociales, y bebieron la bebida sagrada que les dejaban los dioses en el único pozo que había. El cuerpo no les pedía descanso. Sólo cuando cantaron todas las canciones y completaron todos los pasos de baile, se fueron a dormir. No por necesidad ni aburrimiento. Era como un acto reflejo. Nadie se había detenido a pensar mucho en ello. Tampoco les importaba. Eran felices. Aunque ni siquiera se molestaban en reparar en las razones de su felicidad. Era algo intrínseco a su naturaleza.  Cuando

La Comunidad de la Música

 Ahí estaba otra vez. Rosa había vuelto y, de entre el murmullo de decenas de instrumentos que se oían a través del patio interior, el violín había adquirido todo el protagonismo. Hugo la oía desde el piso de abajo. La facilidad que tenía para transmitir al acariciar las cuerdas con la vara lo mantenía atónito. Su control era absoluto. No había imperfecciones. Desde el techo, resonaba una melodía llena de pasión, con partes más calmas que hacían temer el final de la música, y otras repletas de vida, las cuales hacían que el pulso se acelerara y una alegría desmesurada se hiciera con el alma. Todo vibraba. Especialmente, el corazón de Hugo. Y, tal era su excitación interior que comenzó a tocar. Dio un salto desde el sillón y se sentó frente al piano. Sus dedos bailaron solos. Al principio, piano y violín estaban completamente desconectados el uno del otro. Pero la atención de Rosa no tardó en ser atraída por el sonido de las cuerdas del piano que, por unos segundos, sonó en solitario. S