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Ceniza Inmortal #IFARTENARA

  Como algunos ya sabrán, Gran Canaria arde. Sus árboles verdosos y su particular vegetación se ha visto atrapada y destrozada por el fuego. Miles de grancanarios ven con dolor la posibilidad de que sus tierras y sus hogares pasen a convertirse en víctimas del incendio y, mientras tanto, los bomberos luchan cada día por evitar un desastre mayor. Sin embargo, en el corazón de todos los canarios siempre quedará un resquicio de miedo que, aunque duela ーporque duele muchoー, nos ha enseñado a permanecer unidos, a entender que no estamos solos, y que siempre contaremos con el afecto de nuestros vecinos. Finalmente, como un grancanario más, quisiera dar fuerzas a todos aquellos que están pasándolo mal, y agradecer a todos los hombres y mujeres que han participado en la lucha contra el fuego su valentía y sacrificio. 

En esta ocasión, por tanto, escribo una historia ficticia basada en este incendio, que lo único que pretende es mostrar unos sentimientos y la complejidad del isleño al ver su tierra quemarse. Espero que la disfruten.


Ceniza Inmortal



   El día se presentó caluroso. Desde hacía varias semanas, la prensa había estado advirtiendo de una ola de calor que azotaría la isla de Gran Canaria. El bochorno ーanunciaban con cierta seriedadー sería aplastante. Salvo para los que vivían protegidos por alguna montaña, el sol mañanero no permitiría salir a respirar el aire puro del campo, haciendo retroceder a los más valientes. Había quién, impactado ante la magnitud del calor, decía que la temperatura era una consecuencia del cambio climático y el derretimiento de los polos; otros, les echaban la culpa a la mala suerte y a los azares de la vida. Toda clase de hipótesis salieron a la luz y, frente a la posibilidad que otorgaban las redes sociales, cualquiera se atrevía a publicar barbaridades en busca de algún comentario positivo.

   A las tres y media de la tarde, el municipio de Artenara se hallaba ante los treinta y nueve grados del termómetro. El pueblo, característico por el tránsito de turistas y paisanos a dichas horas, se encontraba completamente desierto, con las puertas de los restaurantes semicerradas y los aires acondicionados al tope.

   En una tiendesita, agraciada por la sombra de un árbol que se posaba sobre su entrada, un grupo de chavales se complacía saboreando los helados de las neveras. Ninguno se atrevía a cerrar las puertas de los frigoríficos que, frente a la indiferencia del empleado, los mantenía a gusto y alejados del sol. Antes, habían pasado toda la mañana en la piscina municipal jugando y dejando correr el reloj. Allí, quién se aventuraba a atravesar las calles para guarecerse en el agua climatizada, no se replanteaba salir. Sobretodo, porque el verano en aquel lugar era maravilloso. Los pinos que lo rodeaban se elevaban varios metros sobre el suelo, convirtiéndose en acompañantes del cielo azul; y cuando el aire de la tarde comenzaba a correr, el olor a campo era capaz de saciar la avaricia de los pulmones. Incluso para los ojos, acostumbrados a los grandes edificios de la ciudad, se convertía en un descanso, deleitándose con la simpleza de las casas y la hermosura del paisaje.

   De pronto, una humareda se dejó ver sobre una montaña a lo lejos. Lo que comenzó siendo una nube sin importancia se transformó en una catástrofe inesperada. El humo venía acompañado de unos destellos anaranjados surgidos de uno de los costados. Los bañistas, presos del miedo, acudieron a la sabiduría de sus teléfonos, y, en cuanto se enteraron de la potencia del incendio, no se replantearon marcharse dos veces, en busca de refugio a la lejana ciudad. Muchos disponían de casas al noreste donde vivían la mayor parte del año. Artenara era un paraíso de desconexión durante el verano para la mayoría de ellos. Sin embargo, entre los que recogían sus toallas y se marchaban, también había quién lo tenía todo en aquel lugar y asistía perplejo a la estampida: fotografías, familia, un hogar, perros, caballos, ovejas, papas, tomates, trabajos, libros...; que, de un momento para otro, corrieron el peligro de convertirse en nada. Quizás, pensaron algunos contemplando las llamas, el terror generado fue demasiado para lo que era el fuego. Pero, más pronto que tarde, sus palabras se verían tragadas por la grandeza del caos; pues aquellas nubes grises, tóxicas y densas, no tardarían en envolver toda Artenara.

   Emiliano, un hombre de mediana edad y natural de aquel municipio, asistió a la catástrofe junto al resto de los bañistas cuando el fuego comenzó. Acudió al pueblo en busca de información y, entre el bullicio y el descontrol, se quedó perplejo mirándolo acercarse. Nunca había tenido tanto miedo. Probablemente porque tampoco había sentido su casa peligrar anteriormente. Para él, su hogar era su muro. Un muro contra el cansancio, la soledad, la tristeza y, en cuanto supo que podía venirse abajo, todas aquellas sensaciones le invadieron sin control. Una masa ardiente venía quemando montañas enteras y alguna que otra casa a su paso, y no le importaba lo que destruyera.

   A lo lejos, un grupo de salvamento ayudaba a los artenarenses a recoger sus pertenencias y marcharse. Llevaban unos chalecos naranjas y parecían estar desbordados de trabajo. Algunos, incluso, tenían marcas de haber pasado por lugares mucho peores. Se acercó a una mujer que acompañaba a una anciana y, apenas sin poder pronunciar palabra, le comentó que no tenía a donde ir.

   ー Tenemos una guagua al otro lado del pueblo. Recoja rápido sus pertenencias y le llevaran al municipio de la Aldea ー dijo, mientras a la señora a su lado le costaba andar.
   ー¿La Aldea? ー preguntó impresionado
   ー Se han ofrecido a dar cobijo a los que no tengan a donde ir
   ー Pero yo tengo mi casa

La señora la miró con lástima.

   ー Dudo que pueda regresar para dormir. En cualquier caso, seguro que mañana las cosas se pondrán mejor. Ahora vaya y no pierda tiempo.

   Regresó con una pequeña maleta cargada de ropa y algunas fotos. Al mirar a su alrededor, ya no había nadie. Solo quedaba la guagua esperándole para marcharse. Lo único que se veía con claridad eran los faros del vehículo, visibles entre el humo. Atrás dejaba su vida, años de trabajo, noches de descanso y amigos que no sabía cuándo los volvería a ver. Era el último en irse.

   Al ver su casa desde la ventana, se le ocurrió la idea de que no la encontraría a su regreso. Y mirando de frente a las llamas, supo con tristeza que aunque regresara y viera que no hubiese pasado nada en su propiedad, siempre quedaría un dolor en su interior. Una inquietud que le recordaría lo cerca que se puede estar de pasar a ser ceniza.


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