Ir al contenido principal

La Atlántida #3

Todos estaban paralizados. Márquez temía que, al movérsele un sólo pelo, alguno de los atlantes lo pudiera matar. Iban armados con armas de todo tipo, desde ametralladoras hasta simples espadas, y en sus rostros se les transparentaba la sed de venganza que probablemente acabaría con sus vidas. Nada podía pararlos, así como nadie iba a cambiar el destino de los tres hombres que, frente a ellos, amenazaban su existencia. Al principio, sólo se fijó en los soldados corpulentos y ataviados con prendas castrenses, impertérritos ante la guerra, entrenados para sufrir y hacer sufrir, pero pronto se percató de que también había niños y ciudadanos ajenos a todo aquello que ellos habían comenzado. Miró al Inspector, que le devolvió la mirada aterrorizado, acostumbrado a vivir alejado de lo que sucedía en el campo de batalla, y pensó en la misión de la que iban a ser víctima. Era evidente que el pueblo atlante quería evitar darse a conocer y, aún así, ellos debían de destapar sus vidas clandestinas. El gobierno lo exigía.

ー¿Qué piensa hacer ahora, Márquez? ーdijo Al Frahim, entusiasmado por su victoria

El Inspector y Martins también dirigieron sus ojos hacia el agente, en busca de una solución.

Márquez reflexionó su respuesta.

ーNo se me ocurre nadaーañadió decididoー. Nos ha ganado. No podemos movernos ni tampoco pedir auxilio. Enhorabuena ¿Pero qué piensa hacer usted con las personas que están pendientes de nosotros allá arriba? Son miles y yo solo veo a cientos de atlantes detrás suya.

Al Frahim pareció darse cuenta, en ese instante, de la magnitud de la situación.

ーA mi y a mis dos compañeros ーcontinuó ー seguramente no nos quede otra escapatoria que la muerte, si queremos salir ahora de aquí. Somos, al fin y al cabo, tres peones enviados para eso al campo de batalla. Nos entrenan para ser capaces de lidiar con nuestras mentes en este momento. Aunque, siento decírselo, en la retaguardia aún están en juego nuestros caballos y alfiles, nuestro rey y nuestra reina, y no se dejarán coger tan fácilmente. Ellos lucharán hasta que en su lado del tablero se hayan caído, como mínimo, la gran parte de las piezas...

ー¿Se cree que eso nos asusta? ーse interpuso el líder de la Orden Blanca poco decidido

ーDesde luego que no a usted ¿Y a los suyos?ーlo miró fijamente ー ¿A las mujeres y a los hombres inocentes? ¿A los niños? Créame que nunca hubiera bajado aquí de saber que había tanta gente. Sabíamos que querían evitar que llegáramos, pero nunca pudimos imaginar que los atlantes continuarían viviendo resguardados del mundo que arriba transcurre manchado de odio. Porque nosotros somos los que lo propagamos. Por eso, le ofrezco que nos deje libres. El Inspector se encargará de transmitir a nuestro gobierno que en este lugar no hay nada. Silenciaremos a los que han bajado aquí antes, y nadie sabrá de ustedes jamás.

ー Por una vez le oigo decir algo interesante
ー ¿Acepta? ーse adelantó el Inspector
Los atlantes apartaron su atención de las armas, expectantes, y, en ese instante, en cuestión de segundos, Martins sacó una pequeña granada de uno de sus bolsillos del pantalón. La elevó, le quitó el seguro y con un gesto rápido lo lanzó al centro de la congregación de atlantes. Ninguno se percató de aquello hasta que el explosivo chocó contra el suelo, esperó tres minutos y acabó con sus vidas. Márquez, el Inspector y Martins salieron despedidos varios metros a causa de la explosión y, cuando consiguieron reunir fuerzas para recuperar la compostura, huyeron de los desprendimientos que acabarían con la ciudad de nuevo enterrada.


Márquez se inundó por última vez de la belleza del Bentayga, bajo el cual quedaba sepultada la ciudad  más buscada y sobre el que cielo se encontraba, más cerca que de ningún otro lugar, condenado a ver a los culpables de tal triste suceso. Respiró hondo, abatido, y se despidió con tristeza recordando a los atlantes fallecidos.
ー Después de todo ーcomentó Martins,  una vez que tanto Márquez como el Inspector estuvieron preparados para regresar a la sede central de la ANE ー, hemos sobrevivido y descubierto la Atlántida. La misión está cumplida. No tardaremos en desenterrarla.

ー Al fin y al cabo, nosotros solo somos los que lo propagamos.





******************************************************************************

¡Hola! Por si te has perdido las otras dos entregas de La Atlántida, aquí te dejo los enlaces:



¡Un saludo!

Comentarios

Entradas populares de este blog

La Disculpa de Sara Calloway

 Sara Calloway murió el cinco de enero del año dos mil ochenta y siete, entre remordimientos y penas. Tenía ochenta y cuatro años cuando abrió por última vez los ojos de aquel cuerpo repleto de arrugas, ojeras y marcas de una vida cargada de dificultades. El día de su fallecimiento, sus cuatro hijos lloraron desconsolados su muerte frente a la cama del hospital, pensando más en los momentos que no tuvieron junto a su madre que en los pocos recuerdos felices que disfrutaron a su lado. «Que dura ha sido la vida», repetía Margarita, la cuarta de ellos, apesadumbrada. Estaba empapada en sudor y las lágrimas no se distinguían de los goterones que emanaban de su frente. Aquellas palabras cargaban mucho dolor, pero también desesperación y rabia. En un último intento, trataba de hacérselas llegar a su madre, rindiéndose ante el reloj, el cual mantuvo su orgullo tan alto que le impidió sincerarse alguna vez sobre la crudeza de su vida. Cuando minutos más tarde se llevaron a su madre y sus herma

La belleza que permanece...

 Moses estaba sentado en la sala de espera del hospital. Los sillones de cuero rojo y las dos neveras que ocupaban el lugar estaban iluminados, exclusivamente, por las luces frías del techo. A través de las ventanas reinaba la oscuridad. El cielo se veía tan negro como Moses pensaba en ese momento su futuro. Nunca se había planteado un mañana sin su abuela. A decir verdad, ni siquiera se había imaginado viviendo durante demasiado tiempo alejado de ella. Una lágrima le corrió por la mejilla.  «Deja de pensar», se reprendió mientras sentía cómo su corazón se desmigajaba.  Entonces, una enfermera con cara de haber trabajado más horas de las que debería, se acercó a él. Se sentó a su lado y se quitó la cofia.  — ¿Sabes una cosa? -añadió con la determinación de quien había vivido la misma catástrofe mil veces y, pese a todo, aún le quedaba la ternura del alma  — Cada semana veo a gente morir. Algunas, soy testigo del final de la vida cada día. Pero, desde hace unos años, no pienso en toda l

La Raza de Oro

 De la tierra brotó un hombre. Aparecían cada cierto tiempo alrededor de la aldea, repleta de cabañas de bambú. Nadie había visto las semillas de la creación. Tampoco les importaba. Le llamaron Zeus. Entre el gentío que se reunió, curioso al verlo llegar de entre la vegetación, alguien mencionó el nombre. Nadie lo había escuchado antes. Tampoco les importaba de dónde había surgido. Festejaron durante el día y la noche. Bailaron al son de las palmas en el centro de la aldea,  reservado para los eventos sociales, y bebieron la bebida sagrada que les dejaban los dioses en el único pozo que había. El cuerpo no les pedía descanso. Sólo cuando cantaron todas las canciones y completaron todos los pasos de baile, se fueron a dormir. No por necesidad ni aburrimiento. Era como un acto reflejo. Nadie se había detenido a pensar mucho en ello. Tampoco les importaba. Eran felices. Aunque ni siquiera se molestaban en reparar en las razones de su felicidad. Era algo intrínseco a su naturaleza.  Cuando

El Amor Tras la Frontera

 La frontera era un lugar especial. Allí, sucedían cosas que no se veían en otras partes. Se observaba el comercio más feroz y las negociaciones más intensas. Los vendedores de Sudán cruzaban el puente que los separaba de Chad, y luchaban las ventas hasta la puesta del sol sin descanso. Por el contrario, los habitantes de Chad se aprovechaban de los precios más bajos que le ofrecían los sudaneses, dándose con un canto en los dientes con cada compra. Aquel mundo siempre había entusiasmado a Ousman, un joven chadiense, de familia adinerada. Su padre trabajaba en Francia como médico, y él había vivido allí casi toda su vida. Estudió Sociología en la Université Lumière , en Lyon, siete años atrás. Aunque, su sueño siempre había sido regresar al país que lo vio nacer. Pensaba en las calles de Lyon, y en su alocada vida como universitario, cuando una mujer le tocó el hombro. -Oiga, ¿por casualidad venderá verduras? -dijo, con un tono que denotaba que se había pasado de pie demasiado tiempo.